En la biblioteca vive el Mono de la Tinta. Se esconde entre mis libros y acecha mis tinteros. Cuando cree que no lo veo, olisquea mis lapiceras. Se trepa a una pila de libros y, por sobre mi hombro, trata de adivinar qué escribo. Escucho su respiración acompasada, anhelante, mientras lee. Lo sospecho en puntas de pie, haciendo equilibrio, pero, cuando me doy vuelta, siempre desaparece.

Dos cosas le gustan sobremanera: La tinta y las historias.

El otro día, al caer el sol, me acerqué silenciosamente. Me escondí en las sombras, detrás de las cortinas. La noche avanzaba lenta como el río espeso de mis sueños.

Entonces, cuando ya casi se me cerraban los párpados, lo vi: se acercó canturreando una cancioncita pegadiza y destapó todos los tinteros en un bailecito alegre. Después, sentado sobre sus patas sacó una historia del tintero con sus dedos largos.

“Había una vez…”. Y la tinta, sangre del cuento, se deshizo en gotas negras sobre el piso, desmigajándose en mil historias de dragones, de caballeros, de batallas, y en la historia de un mono que bebe tinta, una tinta negra y brillante, como los ojos negros del Mono de la Tinta

Gabi Casalins, septiembre de 2013

miércoles, 17 de junio de 2020

¿Por qué y para qué escribir literatura para niños? Por Gabi Casalins

¡Lo prometido es deuda! Acá va la segunda conferencia, esta vez la de Gabi Casalins, en la Feria del libro Infantil y Juvenil del año pasado.




¿Por qué y para qué escribir literatura para niños? 

Por Gabi Casalins

Inauguro esta charla con un tono confesional: estas dos preguntas que encabezan como título mi alocución son preguntas que, como escritora, como docente y como mujer entre niños me han desvelado y aún me desvelan. ¿Por qué? Porque siento que quien escribe para niños se pone en riesgo. Sería algo así como si me susurrara a mí misma aquí y ante ustedes esta certeza con algo de vergüenza. Me diría a mí misma: ¿para qué meterse en camisa de once varas? ¿Para qué empujar la roca hasta la cima, como Sísifo, si muchas veces esta se desbarrancará? Todos sabemos, y de esto hablará mi amigo Adrián Ferrero aquí presente, el lugar de incomodidad que implica escribir literatura para niños. Incomodidad para la comunidad literaria e incomodidad para uno mismo como escritor. Incomodidad también  cimentada en largas esperas que pueden tardar años para lograr ser leídos por alguna editorial, incomodidad ante la consideración de algunas personas que creen que escribimos una “literatura menor, que encima se apoya en la ilustración”.
 Es que la literatura infantil es un lugar de incomodidad no sólo porque no se le ha dado el espacio que merece en la comunidad literaria, sino porque, y aquí voy a detenerme porque para mí esto es el tuétano de la cuestión y no la opinión extranjera sobre el tema, la literatura  conocida como literatura para niños es un continuo espacio de interpelación personal.
Escribir para niños es salir de una zona de confort. Como adultos, estamos inmersos en un mundo de reglas bastante estrictas, pero a la vez tranquilizadoras por conocidas y transitadas.
Los invito a hipotetizar sobre la siguiente cuestión: ¿qué tal si sus trabajos cotidianos los confrontaran continuamente con lo que han perdido ustedes de lo que fueron como niños? ¿Qué tal si sus trabajos fueran, al mismo tiempo, un continuo ejercicio de rescate y de memoria y un abrevar en un mundo cuyas reglas no conocen del todo? Piensen por un segundo qué se sentiría contrastar con la pureza más extrema y la espontaneidad casi cruel del niño que exige sinceridad, exige atención, disponibilidad, energía y conocimiento de los supuestos de un mundo que uno ha perdido y que, por lo pronto, se aleja por momentos totalmente, por momentos parcialmente, de la propia experiencia de la infancia. Y sí: escribir para niños se torna entonces un ejercicio para el alma. Siempre pienso que reflotar en cada línea lo que queda de tu niño interior y dejarlo jugar con los niños de hoy es un desgarro y es un gozo al mismo tiempo.
Quienes escribimos para niños no cultivamos un mundo en diminutivo, como muchos creen. No transitamos campos de mariposas multicolores, unicornios tornasolados, y finales siempre felices.  
Esto sería pueril, y nuestros lectores, que son tan exigentes, nos darían vuelta la cara.
En realidad, quienes escribimos literatura para niños intentamos volver a atar los nudos de un puente colgante entre dos mundos que está siempre bastante desgastado y al borde de la quiebra: el mundo sin fronteras de los niños y la otra orilla, la nuestra, esa de los adultos con sus límites y normas, con sus desprecios y sus incapacidades. Ser un adulto escribiendo para niños, es, como ya dije,  un ejercicio del alma que busca comunicarse con su paraíso perdido. Ni más ni menos.
Podría decirse, por otra parte, que la literatura para niños no existe, que existe la Literatura a secas. Yo abono esa afirmación, pero siempre pienso que quienes escribimos para niños, salimos de nuestra zona de comodidad porque, además de las cuestiones antes mencionadas, nuestra literatura no se construye para un solo interlocutor/lector.
En la Literatura en general  quien habita la otra orilla del texto es el lector adulto. En  nuestra práctica de escritura para niños están presentes dos interlocutores/lectores: por un lado el niño, y por otro, el mediador de la lectura, entendiéndose éste por aquella persona que mediatiza la lectura para el niño: la familia que lee con él, los profesores y maestros que acercan nuestros textos, las políticas educativas de promoción de la lectura en la escuela, el mundo comercial y editorial con sus exigencias. Es decir, el mundo adulto, que también nos lee.
 También entramos muchas veces en el intercambio y en el equilibrio delicado que implica cohabitar en la misma obra de arte con la expresión plástica del ilustrador. Los escritores de literatura infantil, si no somos ilustradores, estamos obligados a entrar en diálogo con otro artista que no siempre podemos elegir. No es una tarea sencilla. Pero el resultado exterior, (el libro como objeto bello que comunica en esos dos planos), y el interior (aprender a dialogar con un  artista que maneja otro código y que nos interpreta a través de sus ilustraciones) es profundamente enriquecedor y es un ejercicio creativo magnífico y desafiante.
            A esto se le suma que, del otro lado de nuestras historias, obras de teatro o poemas, el niño nos está esperando con sus requerimientos de lectura, que están supeditados al propio proceso evolutivo de su abstracción. Porque no nos olvidemos que escribimos para niños adquiriendo la capacidad de la lecto-escritura. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué un niño no puede leer solo porque está en proceso de aprendizaje o porque no cuenta con las capacidades necesarias?
Por otra parte también podríamos preguntarnos si, por estas cuestiones, los escritores de literatura infantil estamos obligados a ceñirnos a una estratificación de lo que escribimos, o sea al hecho de que existan libros categorizados por edades o trayectos madurativos. La industria editorial del libro infantil suele usarlas: todos conocemos  leyendas tales como: “a partir de…”, “de 0 a tres años”, etc.
Ni una cosa ni la otra. Creo que todo escritor debe, al menos intuir, a su lector. Nosotros sabemos que hay libros que pueden ser leídos por adultos y niños y ser disfrutados del mismo modo por unos y por otros. También sabemos durante el proceso de escritura, que nos acucia un tema, una imagen, un poema o una historia que pugna por ser. Y creo que si bien parcialmente uno tiene en cuenta todas estas cuestiones de la mediatización de la lectura, o la psicología evolutiva de los niños y adolescentes, en mi caso, al menos, prima la historia o el poema y la configuración del posible lector que me habita cuando escribo para los niños.
Sé muy bien que ellos son lectores descomunales. ¿Qué lector lee, sin saber leer, por ejemplo? Cuestión mágica, por cierto.
Otra de sus características, sobre todo en la primera infancia es la posesión de memorias de
elefante: recuerdo no poder modificar ni un punto ni una coma del mito de Perseo, versionado por Graciela Montes: “Perseo, matador de monstruos” se llamaba, pertenecía a una colección que luego editó Colihue y que por entonces salía en el diario Página 12. Mi pequeño hijo de cinco años lo recordaba fotográficamente, palabra por palabra, aun cuando no sabía leer. Tampoco me permitía cambiar las inflexiones y tonos que había usado en la lectura en voz alta, es decir mi interpretación, del texto de Montes. Es decir, ya era un lector selectivo, sin estar alfabetizado. Y no fue ni es el único Funes memorioso en mi carrera de docente y escritora.
Entonces, como verán el tironeo es grande para el escritor de literatura infantil. Uno se siente, a veces, como Tupac Amaru, al borde del descuartizamiento. ¿Nos dejamos llevar por tantas consideraciones o sólo escribimos?  He aquí el dilema. Un poco y un poco, en un equilibrio circense de cuerda floja, según me parece.
Sigamos haciendo hipótesis, pues, sobre esta cuestión de escribir para niños y ahondemos en otras preguntas posibles que cualquier escritor de la llamada LIJ podría hacerse:
¿Debería escribir lo que me dice mi editor que el público lector necesita? ¿Tengo que ser “comercial” para encontrarme algún día en esa pequeña porción de los libros para niños en que se nos arrincona en el fondo de las librerías? ¿Debo usar un lenguaje carente de poesía porque los niños de hoy no tienen buena comprensión lectora? ¿Tengo que escribir pensando qué le es útil a maestros y escuelas?
La respuesta a tantos interrogantes, al menos en mi caso, sobrevino del contacto con los chicos. Porque todas las preguntas anteriores corresponden al mundo de “los grandes”, sin dudas.
Creo que para escribir para chicos y lograr que ellos estén interesados en lo que uno propone en los libros, es fundamental escucharlos.
Cuando se sabe escuchar a un niño, cuando se puede entablar un diálogo con él, uno puede observar de qué tipo de cuestiones están atravesados, cuáles son sus inquietudes, cuáles sus miedos, cómo miran al mundo adulto y por qué, hoy en día, les cuesta tanto leer y ni qué decir de escribir.
Es que creo que no se puede escribir para niños sin conocerlos, sin asomarse a su pureza o sin saber, por otra parte, qué tipo de intereses o terrores les ha inoculado el mundo adulto. Pero, innegablemente para eso hay que sentarse a escuchar y a recordarse, como dije al principio de esta charla.
No me caben dudas de que los grandes escritores de la Literatura infantil universal los han conocido en profundidad y los han escuchado. ¿Cómo lo sé? Es que como mediadora de lectura los he visto en acción: he visto en las   miradas de los niños y sus gritos de placer, que ellos reconocen el lenguaje de estos escritores y lo sienten como propio. Pienso en algunas reacciones frente a la literatura de Roald Dahl: manitos presionando mi brazo cuando leíamos “Las Brujas” y él los confrontaba con miedos que habitan su cotidianeidad. Complicidad, cuando este autor les muestra su mirada de interés por el mundo de la crueldad y de lo que “no se debe decir” por inconveniente, sucio o malvado. O Michael Ende y su búsqueda del ser interior hacia la superación, en novelas como “Momo” o la “Historia interminable”, hasta la maravillosa invitación al juego verbal que nos han regalado magníficas escritoras argentinas como María Elena Walsh o Adela Basch, pasando por las profundidades detectivescas de Pablo De Santis que implican un juego de estrategia para la mente infantil, o, nuestra querida Liliana Bodoc, rescatista de la magia y caminante de la tierra nuestra con su épica asombrosa. El catálogo de “los conocedores de niños”, como los llamo es interminable, como verán. Y Argentina puede preciarse de poseer un abanico en continua expansión de autores maravillosos.
Sin embargo, ser un conocedor de niños no es cosa sencilla. Son materia mutable, son lectores muy críticos y son, antes que nada, terriblemente sinceros en sus apreciaciones sobre lo que leen.
De hecho, y en el terreno de lo personal, muchas de las ideas de mis novelas provienen de niños. Han realizado una coautoría muy interesante de la que valdría la pena hablar alguna vez, largo y tendido. He tenido de ellos las devoluciones más implacables acerca de mi escritura que podría haber imaginado, y me han servido, sin dudas, para trabajar aspectos que no había tenido en cuenta.
Es que si los niños encuentran campo fértil en su interlocutor, son capaces de abrir un mundo de creatividad inexplorado  y de verdades sin tapujos.
Es innegable, por otra parte, que los niños son los reyes de la imaginación. Nadie le ha puesto coto a esta capacidad y realmente da mucha tristeza ver como el transitar por el sistema educativo la va minando y acotando, y, al llegar a la adolescencia, la mayoría refiere no ser una persona creativa. Esto duele profundamente: es como hacer todo lo posible por apagar una hoguera y luego quejarse de no tener luz ni calor. Así somos los adultos.
Por eso creo que en mis obras yo hablo de sus dichos, de sus vidas, procesos, emociones, pensamientos y preocupaciones. Es un pequeño intento por darles una voz. El proceso de escritura tiene que ver con tratar de lograr una trasposición al lenguaje literario de estas vivencias que reconozco también como mías y que son de ellos.
Porque la literatura para niños aborda casi todas las preocupaciones y alegrías que competen a cualquier ser humano: el dolor y la violencia conviven en ella con la risa y el disparate. La única diferencia es, si se quiere, técnica o de grado.
Entonces, si de técnica se trata, escribir para niños implica saber que el lenguaje es una elección importante, hasta, diría, y como me indicara hace años y tan sabiamente Graciela Falbo, una de nuestras pioneras en la LIJ de La Plata, al leer mi primera novela para niños, un trabajo de conciencia hasta con la selección de los tiempos verbales, las conexiones, la extensión de los textos.
Por ejemplo, en narrativa, el uso de períodos algo más breves, sobre todo para los niños de nuestra Argentina de hoy, no tan intrincadamente subordinados, de manera tal que logremos una prosa ágil y saltarina, que los ayude a focalizar la atención. La extensión en la lectura es hoy un problema para los niños en edad escolar tan expuestos a la inmediatez de pantallas, tablets y celulares (y no hago aquí distinción de origen social, ya que este fenómeno se ha extendido mucho).
He visitado en los últimos cuatro años, a propósito de la lectura de mis novelas, escuelas en las cuales  las maestras se quejan conmigo de la dificultad que encuentran con respecto  al problema de la comprensión lectora de los chicos de hoy. Mi pregunta es siempre la misma: ¿Leen ustedes para ellos en voz alta, de manera tal que las palabras escritas se metan en los cuerpos de sus niños y se hagan carne a través del ritmo, las inflexiones de la voz, la magia de la comunicación? ¿Cómo van a comprender si no pueden preguntar y se los obliga a una lectura solitaria? Sería como pedirle a alguien que nunca escaló un cerro,  que escalara solo el Aconcagua. Esa es la proporción.
La lectura en la escuela es un fenómeno social, no particular. No hay comprensión lectora posible para un niño si no se realiza el proceso de socializar una lectura y no se genera un ámbito propicio donde no hay miedo a preguntar, a cansarse ante un texto muy largo, a expresar el porqué de ese cansancio, a criticar lo que se lee y a escuchar las devoluciones de pares y maestros. Es decir, la lectura como ejercicio del diálogo.
Nadie aprende a leer y comprender solo. Nadie aprende a gustar de la Literatura si no se la muestran, al menos, con entusiasmo y delectación. Porque la atención es un músculo que se ejercita y es directamente proporcional a la pasión que los mediadores de lectura, ya sean, padres, ya abuelos, ya maestros, le pongan.
Como escritora de Literatura infantil y como docente, entiendo que somos los adultos los que como lazarillos debemos tomarlos de la mano y ayudarlos a entrar en este territorio donde se puedan encontrar a gusto, donde se sientan como peces en el agua. Recordemos que todas las operaciones del pensamiento se ejercitan cuando hacemos literatura con los niños.
Ojalá que la literatura sea para cada niño algo de dominio propio y público, porque fue hecha para eso. Que la Literatura sea en la vida de un niño tan importante como estar sano en su cuerpo. Porque las historias y las poesías son parte de la sanidad de nuestras almas, de la misma manera que lo es cualquier forma de arte. Sin embargo, no muchos quieren abrir la puerta para ir a jugar. ¿Por qué? Porque abrirla implica esto que he dicho antes: a veces es difícil transitar al propio niño, aquel que enterramos en el pasado. Algunas maestras me han confesado que a ellas tampoco se les leía en la escuela. Los mediadores de lectura han ido desapareciendo poco a poco, pero lentamente, estamos volviendo a ellos y recuperando este espacio fundacional de la cultura.
 Si no, uno no se explica por qué las maestras convocan a los escritores a hablar con los chicos una vez que han terminado de leer nuestros libros, básicamente es esa necesidad de tender puentes que habita en todo ser humano.
            Y si de puentes se trata, la literatura para niños se constituye en uno de los recorridos más desafiantes y bellos que un escritor puede transitar: la vuelta al hogar de la infancia donde habitan la luz y la sombra sin distingos, donde la emoción se vuelve monstruo o duerme escondida en una nuez, pequeñita y contenida. Porque todavía en ella  hay espacio para el asombro y la perplejidad o para la carcajada que se escapa, franca, cuando leemos juntos. Esa es la invitación que hacemos los escritores de literatura para niños, nuestro por qué y nuestro para qué.








1 comentario: