En la biblioteca vive el Mono de la Tinta. Se esconde entre mis libros y acecha mis tinteros. Cuando cree que no lo veo, olisquea mis lapiceras. Se trepa a una pila de libros y, por sobre mi hombro, trata de adivinar qué escribo. Escucho su respiración acompasada, anhelante, mientras lee. Lo sospecho en puntas de pie, haciendo equilibrio, pero, cuando me doy vuelta, siempre desaparece.

Dos cosas le gustan sobremanera: La tinta y las historias.

El otro día, al caer el sol, me acerqué silenciosamente. Me escondí en las sombras, detrás de las cortinas. La noche avanzaba lenta como el río espeso de mis sueños.

Entonces, cuando ya casi se me cerraban los párpados, lo vi: se acercó canturreando una cancioncita pegadiza y destapó todos los tinteros en un bailecito alegre. Después, sentado sobre sus patas sacó una historia del tintero con sus dedos largos.

“Había una vez…”. Y la tinta, sangre del cuento, se deshizo en gotas negras sobre el piso, desmigajándose en mil historias de dragones, de caballeros, de batallas, y en la historia de un mono que bebe tinta, una tinta negra y brillante, como los ojos negros del Mono de la Tinta

Gabi Casalins, septiembre de 2013

lunes, 20 de julio de 2020

Mis nietos, los cuentos y yo. Por Laura Alejandra Etcheverry


Hoy, nuestra querida Alejandra nos acerca sus impresiones de abuela y nos revela la trama secreta del maravilloso momento comunicativo entre abuelos y nietos. ¡Gracias por dejarnos asomar a esta "alquimia"! ¡Para Disfrutar!



Laura Alejandra Etcheverry nació en Concepción del Uruguay, provincia de Entre Ríos en Argentina.
Es profesora de Lengua Francesa y profesora de Filosofia y Ciencias de la Educación.

Fundó hace veintiocho años el Instituto  Eureka, Educación del Pensamiento, conjuntamente con los profesores Alfredo Palacios y Emilio Giordano en La Plata, Argentina, cuna de la formación de muchos docentes en una pedagogía única e irrepetible que intentó siempre fomentar los hábitos de indagación reflexiva en los niños y adolescentes que transitaron sus aulas.
Como ella dice de sí misma, también tiene otro título que la engrandece: "abuela".
















Mis nietos, los cuentos y yo.
Por Laura Alejandra Etcheverry


Toda mi vida laboral estuvo dedicada a los niños y a los jóvenes. En casi medio siglo de actividad como docente he convivido con niños de diferentes épocas, pero todos con un algo en común: la sorpresa frente a lo nuevo, las ganas de conocer, la urgencia para encontrar respuestas a inquietudes recién nacidas.

Un día feliz e inolvidable fui abuela y, entre los niños que desde siempre había contribuido a educar, pasaron a estar mis nietos.  Mi vida se llenó de renovadas expectativas con respecto a  los objetivos de la educación y a lo que yo podía hacer para colaborar con su formación.
Ser abuelo tiene una enorme significación, así como sentirse nieto. En esa relación, con reciprocidades que sólo sus miembros alcanzan a percibir con exactitud, burbujea todo un universo de emociones y vivencias privadísimas e inefables.
Las abuelas somos esencialmente transmisoras de la historia familiar. Contar cuentos  es una ceremonia casi secreta, en un ritual que, por la palabra, eterniza valores imperecederos de la humanidad.
Contamos cuentos como si estuviésemos abriendo la tapa de un cofre cuyo contenido, antes de tener nietos, ni siquiera sabíamos que existía. No sólo hay en el  historias diversas, sino emociones recuperadas y sentimientos renacidos. Un cofre de amor, de recuerdos, de palabras–puente cargadas de un tesoro cultural y emocional.
El paso del tiempo ha contribuido a formar en nosotros, los abuelos, una maravillosa interioridad, transmisible  por la magia de la palabra. Narrar cuentos a nuestros nietos es viajar por un territorio ilimitado en tiempo y espacio, en el que realidad y fantasía pierden sus fronteras, entremezclándose.
Cuando mis nietos piden: “Lala, ¿me contás un cuento?”  demandan en realidad que los conmueva, los emocione, los transporte, los haga soñar. Se activan todos sus sentidos, expectantes ante lo que está por venir en la historia. Y, mecidos por la música de la voz  familiar, se sumergen placenteramente en un mar de sensaciones  evocadoras.
No es tan importante el contenido del cuento, en muchos casos, como el encuentro íntimo que se produce entre quien cuenta, quien escucha y los personajes que trascienden de la ficción a la realidad en esa fusión onírica. Y se siente en ese intercambio una multitud de matices que, como fuegos artificiales, llenan de luz y color la comunicación. La abuela está ofreciendo su entrega de amor hecho palabras y el nieto la recibe con sincera fascinación conmovedora.
En un ambiente afectivo y mágico, abuelos y nietos recreamos juntos sueños, ilusiones, proyectos. Así nos emocionamos, reímos, sufrimos o gozamos, nos encantamos  con las aventuras de personajes que cobran vida, saliéndose de su universo para entrar definitivamente al nuestro, ese rincón tibio donde no hay imposibles… Basta con unos almohadones  mullidos, la falda de la abuela, un sillón que se hamaque y la voz acariciadora contando cuentos. ¡El universo ya está completo!
Esa alquimia que se lleva a cabo en conjunto, hace que con frecuencia no reconozcamos nuestra propia voz en los cuentos. Es que se han incorporado al tapiz de la narración elementos del mundo infantil que nos sorprenden y nos enriquecen. Estamos lejos de ellos en edad, pero tan cerca de su infancia en los sueños…
Acercarse a los niños para contarles cuentos es más que un acto de cariño y entrega, que les muestra cuánto los queremos y  valoramos. Tiene además la importancia de poder despertar en ellos el amor por la lectura, las ganas de ir más allá de las letras de un texto, descifrándolo para descubrir sus encantos y secretos en busca de respuestas a las preguntas que surgen de su curiosidad desbordante.
Es una labor gratificante, es una obra social y educativa. Es una obra de amor.





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