En la biblioteca vive el Mono de la Tinta. Se esconde entre mis libros y acecha mis tinteros. Cuando cree que no lo veo, olisquea mis lapiceras. Se trepa a una pila de libros y, por sobre mi hombro, trata de adivinar qué escribo. Escucho su respiración acompasada, anhelante, mientras lee. Lo sospecho en puntas de pie, haciendo equilibrio, pero, cuando me doy vuelta, siempre desaparece.

Dos cosas le gustan sobremanera: La tinta y las historias.

El otro día, al caer el sol, me acerqué silenciosamente. Me escondí en las sombras, detrás de las cortinas. La noche avanzaba lenta como el río espeso de mis sueños.

Entonces, cuando ya casi se me cerraban los párpados, lo vi: se acercó canturreando una cancioncita pegadiza y destapó todos los tinteros en un bailecito alegre. Después, sentado sobre sus patas sacó una historia del tintero con sus dedos largos.

“Había una vez…”. Y la tinta, sangre del cuento, se deshizo en gotas negras sobre el piso, desmigajándose en mil historias de dragones, de caballeros, de batallas, y en la historia de un mono que bebe tinta, una tinta negra y brillante, como los ojos negros del Mono de la Tinta

Gabi Casalins, septiembre de 2013

martes, 24 de diciembre de 2013



Ficha Técnica:


Título original: “A Christmas Carol”

Dirección: Robert Zemeckis

Año: 2009

País de origen: Estados Unidos

Duración: 96 min.

Guión: Robert Zemeckis, basado en el libro de Charles Dickens, editado en 1843

Producción: Disney Pictures

Música: Glen Ballard y Alan Silvestri

Elenco: Jim Carrey, Gary Oldman, Colin Firth.



     Muchos conocemos esta historia de ida y vuelta. Es probable que hayamos visto de chicos la versión de Mickey Mouse, o alguna otra versión televisiva. Muchos creerán, como creía yo de nena, que es una clásica historia de navidad, de las que se cuentan desde que el tiempo es tiempo. Sin embargo, esta historia es más joven de lo que suponemos, cuenta apenas 170 años. En la gran historia de la humanidad, un cuento de 170 años todavía está en el jardín de infantes.



Pero, a pesar de su corta edad, este cuento se ha hecho grande en los corazones de los lectores del mundo. Ha crecido para convertirse, antes de lo que canta un gallo, en un clásico de la  literatura ¿Qué es lo que lo hace tan grande? ¿Qué es lo que lo hace inolvidable? Eso les toca a ustedes averiguar, pero, como es nuestra tarea, les diremos a continuación lo que sospechamos…
  •        Todos tenemos un poco de Ebenizer Scrooge, el tacaño y ruin personaje principal, nos guste admitirlo o no. (Vamos, admítanlo).
  •     Todos hemos amado u odiado la navidad, por alguna u otra razón.
  •      Todos nos hemos sentido alguna vez sin esperanza.
  •     Todos hemos visto alguna vez algo maravilloso que nos ha hecho recuperarla (o lo veremos pronto).
  •     Y  por último… ¡A todos nos gustan los espíritus y nos dan miedo al mismo tiempo! (Y esta historia tiene unos cuantos). 

Creemos que lo hermoso de esta historia yace en que habla de todos nosotros, de lo que somos, de lo que nos dejamos ser y de lo que podemos hacer para transformarnos. Por momentos nos asusta, pero nos deja un inconfundible sabor a esperanza en el corazón.
Esta adaptación cinematográfica es fiel como un perro amigo. Si bien no puede incluir hasta el último detalle del cuento (porque la película duraría horas y horas), se esfuerza por mostrar los detalles más jugosos y por reproducir los diálogos tal cual los escribió el Señor Dickens. Además, aporta novedosas escenas de acción y efectos especiales, que no modifican en absoluto la trama principal y le brindan a la historia un tipo de magia que sólo puede encontrarse en el cine.
Razones para ver la película: es divertida, visualmente impactante, ideal para pasar un buen rato y recordar de lo que se trata la navidad.
Razones para leer el libro: disfrutar de una historia genial sin un sólo bache aburrido y conocer la voz de Charles Dickens, definitivamente un tipo gracioso, mordaz y al tiempo sensible, que a cualquiera le hubiera gustado tener de amigo.
Nuestro consejo: para ver o leer todas las navidades, es como una pila larga vida, no se gasta.

Temas para conversar con los papaces, mamaces, abuelos o tíos:
  •     ¿Cuáles son las cosas verdaderamente importantes en la vida?
  •     ¿Estamos en este mundo para preocuparnos sólo de nuestros asuntos?
  •  ¿Cómo incide en los demás la manera en que nos comportamos?
  •     ¿Qué tipo de actitud hace nuestra vida más feliz?

martes, 17 de diciembre de 2013

Un regalo para esta Navidad: un cuentito sobre Papá Noel, como era de prever. Lo escribí una Navidad, y ahora, se los regalo con unos dibujos que le hice, recordando cuánto me gustaba dibujar con lápices de colores cuando era chiquita. La Navidad tiene algo de vuelta a la infancia con sus aromas de galleta de jengibre y de  jazmines,¿no?
Si yo me animé a dibujar, ¡a ver si algún nene se anima y nos manda un cuento con sus dibujos!
¡Ah, me olvidaba...feliz Navidad para todos! 
Gabi Casalins






Para Belén
Lo que sucedió aquella Nochebuena no había sucedido NUNCA.  Los chicos de todo el mundo se quedaron sin regalos.  ¿Por qué? Y…, por EL INCONVENIENTE. Sí, lo que le pasó a Papá Noel en la chimenea de mi casa nueva.
Nadie le avisó al pobre que la chimenea  no cumplía con las normas anti- atascamiento navideño.  Y es que nosotros, los chicos de la casa, tampoco lo sabíamos. Pero lo peor vino después, porque si bien todos forcejeamos,  y con Clarita le pusimos aceite y crema en la panza y mis papás hasta llamaron a los bomberos, el pobre  continuó atrancado, con medio  cuerpo para afuera, a la vista de las estrellas y después y para peor, del sol. Y TODOS  sabemos que Papá Noel anda de noche y que no l-e  g-u-s-t-a para nada que lo vean de día.
Clarita me miró seria y mientras el labio de arriba le temblaba como cuando está por largarse a llorar, me dijo:
-Nacho, ¿y si después de este papelón no quiere volver? ¿Y si no quería que lo viéramos? ¿Y si después de esto se acaba la Navidad…?
Yo me quedé pensando y no le contesté nada, porque esas preguntas, hacía rato que me las había hecho yo mismo, desde el momento en que escuché los pataleos y los ruidos en el techo y lo encontré trabado.

Los arquitectos modernos  no entienden nada o se hacen los tontos para ahorrar materiales o en los planos dibujan una cosa y después hacen otra. La cosa es que el pobre Papá Noel se quedó atascado por primera vez en la historia y, para peor, tuvo que ser en mi casa.
La de la idea brillante fue la abuela Cora. Le atamos una soga debajo de los brazos y después atamos el otro extremo al patín del trineo. Papi le gritó a Rudolph que tiraran porque Papá Noel estaba tan apretado que su ¡JO-JO-JO! se  escuchaba como un ¡Jiiiiiiiiiiiiiiii!, y los renos no entendían nada.
Salir, salió, a eso de las dos de la tarde, todo traspirado y con la nariz roja como un tomate por el esfuerzo. Mamá le sirvió limonada y tía Mabel, como siempre, aportó su comentario “DIET”:
            -¿Será limonada light, no, Mecha? Mirá que este señor debe tener un índice de grasa corporal inmenso debajo de la casaca roja.
            Papá Noel se miró la panza y le dijo:
            -¿Le parece que estoy gordo?
            Tía Mabel lo miró de arriba a abajo, como hace ella, y después se acomodó los anteojos de sol, sobre la nariz. En seguida contestó:
            -Y, si quiere le puedo recomendar a mi nutricionista, es fantástica. Tiene unas pastillitas que son mágicas.
Y ahí nomás sacó una tarjetita rosa que el pobre Papá Noel miró y se metió en el bolsillo.
Clari me dio un codazo de esos que me da ella para  hacerme hablar cuando ella no sabe qué decir, porque HABÍA que decir algo en ese momento. Yo, tartamudeando un poco, dije una gansada:
-¿Volvés esta noche Papá Noel?
Él, con una mirada preocupada, mientras metía la bolsa en el trineo con una mano y con la otra se rascaba la barba, me contestó:
            -Y, no, Nacho. La Nochebuena ya pasó. Veremos el año que viene…
            Y se alejó por el cielo de las dos de la tarde mientras la gente del barrio gritaba “¡Feliz navidad! ¡Feliz Navidad!” y mi papá se peleaba en el celular con el arquitecto por enésima vez.
*
Y sí,  lo peor sucedió el año siguiente, el ocho de diciembre para ser más preciso, cuando nos llegó el mail a casa con las fotos. El mail decía:
“Nacho y Clari, esto es URGENTE. Faltan pocos días para Navidad y vean lo que está pasando. En archivo adjunto van las fotos. Estoy desesperada y ya no sé qué hacer. No sólo come comida diet, hace cinta, bicicleta, camina 10 km diarios en la nieve sino que anda con una vincha de toalla, muñequeras y zapatillas todo el día. El traje le queda enorme y está chocho. El problema es GRAVE. El otro día se subió al trineo para probar el peso de las bolsas y por más que los renos hacían fuerza, el trineo se iba para arriba, para arriba, porque faltaba  su peso mágico para equilibrarlo. Al final se tuvieron que colgar veinte duendes de los patines para aterrizarlo de nuevo. Y él ni se inmutó. Dijo que le pongan unas cuantas piedras, pero ni así se soluciona este problema. Agregó para mi asombro que  él estaba cansado y que saliera yo a repartir los juguetes. ¿Se imaginan? Está tan débil que ya ni se ríe. A ver chicos qué se les ocurre, porque está a dieta desde diciembre del año pasado, cuando se quedó trabado en su chimenea. LA NAVIDAD PELIGRA.
Mamá Noel DESESPERADA”.


         

Las fotos eran patéticas: en todas Papá Noel aparecía es shorts verdes, musculosa roja,  vincha de toalla rayada en verde y rojo y zapatillas deportivas. Se había convertido en un viejito huesudo, amarillo y arrugadito y las rodillas parecían dos pelotitas de tenis en las piernas flacas. Me hizo acordar al abuelo Pedro, cuando se pone la malla para ir a pescar a la playa en Mar Azul. ¡Un horror! Con Clari nos miramos y los dos gritamos al  mismo tiempo:
            -¿Y la PANZA?
            Porque Papá Noel ya no tenía LA PANZA, y la culpa de todo era nuestra, de la chimenea de casa, del arquitecto y de tía Mabel y su manía de las dietas.
            -¿Qué hacemos Nacho?- me dijo Clari mientras le temblaba el labio. Y no sé si por la desesperación  o porque no me gusta que Clari llore, se me ocurrió la IDEA.
            A la tarde ya habíamos escrito el mail. Decía:
            “Chicos del mundo: Papá Noel está a dieta, flaco y deprimido. La culpa la tiene nuestra tía Mabel que le metió la idea en la cabeza de que estaba gordo cuando el año pasado se quedó trancado en nuestra chimenea. ¿Se acuerdan? LA NAVIDAD PELIGRA. Manden todos una carta con alguna golosina pidiéndole que coma. Estamos a tiempo de recuperar “LA PANZA”.
                                                                       Nacho y Clari desde Argentina”.
            A los tres días nos llegó un nuevo mail de mamá Noel. Decía:
            “Chicos: todo OK. Llegaron más de dos millones de cartas acompañadas de galletas de jengibre, caramelos navideños, panettones, panes dulces, turrones, y garrapiñadas. Desde hace tres días está sentado en su trono leyendo, llorando de felicidad y comiendo. Ya recuperó el JO-JO-JO y LA PANZA  ya se le escapa del short. ¡Feliz Navidad para todos!
Mamá Noel FELIZ”.
            Y así fue que solucionamos “EL INCOVENIENTE”, mejor dicho “LOS” varios inconvenientes. 
             A mi tía Mabel la agarramos después con Clari y nos prometió comerse un pedazo de turrón la Nochebuena, cuando se enteró de lo que había provocado. Yo creo que se asustó y ya no piensa tanto en cirugías estéticas.
            ¡Ah, ya se me olvidaba! Mi papá también consiguió que sancionaran una nueva ordenanza con las medidas reglamentarias para las chimeneas navideñas. Ahora son todas XL.

Gabi Casalins , diciembre de 2013
           

viernes, 29 de noviembre de 2013

El Principito de Saint-Exupéry

Un libro para niños…
Esa es la etiqueta que se le ha puesto al Principito. Tendríamos que preguntarnos si realmente es ‘un libro para niños’ y más aún, ‘¿qué es un libro para niños?’ o ‘¿dónde empieza el límite que señala que un libro sea para niños o para adultos?’

Si es un libro para niños porque el protagonista es un niño, podría ser, pero para quienes nos gusta la lectura, no creo que sea el elemento clasificador definitivo, hemos leído montones de libros con protagonistas infantiles, que para nada eran ‘digeribles’ para un niño.

Decir que tiene ‘dibujos’ tampoco vale, los dibujos no son exclusivos de libros de niños, no es necesario ni explicarlo.

Ah, podría decir alguno, pero el mismo autor, en el prólogo nos dice que es un libro para niños. Sin embargo, los que hemos leído el libro sabemos que, probablemente, sea otro de los mensajes subliminales que contiene, los que no lo han leído, lo van a saber en cuanto lo hagan.

En mi opinión, el Principito es otro más de esos libros que viven bajo la denominación de ‘libros infantiles’ (por mencionar a otros compañeros del mismo lote: Alicia en el País de las Maravillas, Alicia a través del Espejo o Los viajes de Gulliver, entre muchos más) y que, en realidad, gustan a los niños, pero que también gustan a los adultos. Es más, si lo leemos, en diferentes épocas de nuestras vidas, lo que veamos en ellos, será también diferente.

Cuando leemos el cuento a los niños más pequeños, probablemente, no entiendan mucho del mensaje filosófico que guarda, pero les va a encantar el mismo Principito, y la rosa y el viaje por las estrellas y el encuentro con el zorro (no sé si les gustará tanto la sibilante serpiente, pero hay para todos los gustos).
No obstante, es a partir de la adolescencia cuando empezamos a vislumbrar qué significa el Principito, cuál es su mensaje o sus mensajes, porque esta novelita es una de esas obras de las que se puede decir que hay tantas lecturas como lectores.

Pero, ¿qué pasa en el Principito? Saint-Exupéry nos cuenta qué le pasó una vez que se perdió en el desierto del Sahara. Su avión había quedado averiado y él intentaba arreglarlo cuando de la nada apareció un jovencito, pidiéndole que le dibujara un cordero, un cordero que no pareciera enfermo, ni que fuera un carnero, él sólo quería tener el dibujo de un cordero. Se inicia entonces una amistad algo singular.


El jovencito resultará ser el Príncipe del asteroide B612, señor de tres volcanes (uno de ellos extinguido) y de una rosa (o ¿son los tres volcanes y la rosa los señores del principito?). El principito salió un día de su asteroide (tras dejar bien limpios sus volcanes y bien protegida su rosa), un poco huyendo de las exigencias de su flor, un poco con ganas de conocer el porqué de muchas cosas, el porqué de sí mismo. Y esta búsqueda, este ir y venir de un asteroide a otro, se lo irá contando a su amigo el aviador Saint-Exupéry.
En boca del Principito irán apareciendo descripciones que, si bien suceden en asteroides lejanísimos del Planeta Tierra, parecen describir maravillosamente bien el comportamiento ridículo y estúpido de algunas situaciones y de algunos personajes terrícolas.

El príncipe busca algo que no sabe muy bien qué es y que, en realidad, es él mismo. Porque ese es uno de los temas primordiales de este librito: el viaje como autorreconocimiento, como búsqueda del propio yo, pero también habla de la amistad, de la vida, del amor.

Y no quiero dejar a un lado un tema que preocupa algo en el Principito, aunque sea de forma rápida, me refiero al suicidio, porque el niño se deja morder por la víbora para volver a su planeta, o para huir de éste. Hay quien dice que Saint-Exupéry hace, de alguna manera, un elogio al suicidio. Pero, leamos bien, el Principito no espera el final de su vida tras la picadura, el Principito espera regresar a su estrella, para contemplar la flor que dejó allí, esperándolo. Su flor, su rosa, de la que él es responsable único y absoluto y sin él, ella no puede vivir, por esto, necesita volver junto a ella, por esto se deja picar por la serpiente.
Esperemos que el cordero no se haya querido comer a la flor, que se haya conformado con los baobabs. Seguramente, el principito le cuente una y otra vez a su rosa qué ha visto en sus viajes y ambos se rían de cuán extraños son los que viven fuera del asteroide B612.

El principito cerrará los ojos, mirará con el corazón y recordará que lo esencial es invisible para los ojos.

(Nota: este artículo ha sido publicado con anterioridad en el sitio www.arealibros.com)


                                                                                                                           I. Manzanares

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Un cuento de Graciela Falbo para disfrutar.



Lo prometido es deuda: Con ustedes el cuento que  Graciela nos envió. 




El eclipse
Por Graciela Falbo








Cada vez que el juego estaba en lo mejor, cuando empezábamos a animarnos a practicar los vuelos en caída libre desde la punta del pino, mamá nos llamaba a dormir. Siempre lo mismo; ni bien el sol empezaba a salir, ya había que volver. No había una sola noche que Grancejo y Polli no protestaran o que no nos hiciéramos los distraídos, haciendo como que no habíamos escuchado el llamado de mamá, y de este modo alargábamos un poco el tiempo de nuestro juego.

Pero, ya sabíamos, resistirnos era inútil, cuando por el horizonte el cielo empezaba a ponerse violeta, llegaba mamá nerviosa y decía que no había más tiempo y que ya teníamos que ir a dormir como todos los demás. 

Grancejo juraba que cuando fuera grande, se iba a dar el gusto de quedarse despierto hasta después del mediodía. Papá se reía y le decía que cuando fuera grande podría decidir hacer lo que quisiera, pero que ahora era hora de ir a dormir.

El día era algo misterioso para nosotros. Con la llegada de la luz el mundo se empezaba a llenar de sonidos desentonados. Los primeros eran unos kiiiiiikiiiii que nos ponían los pelos de punta. Después los ruidos crecían sin parar: graves, agudos, ásperos, suaves, tenues, furiosos. A veces parecía que los sonidos bailaban entre sí y otras que los ruidos se peleaban unos con los otros y todo se volvía estridente y confuso. Cuando el barullo era rabioso, nos daba risa. Pero era un rato nomás porque después nos daba sueño y, en medio del bochinche, nos quedábamos dormidos hasta la noche.

Sentíamos curiosidad por conocer qué provocaba ese alboroto del mediodía.

—Las horas de sol son peligrosas para nosotros —repetía papá. Pero no nos convencía.

Una vez con Grancejo planeamos fugarnos. Íbamos a esperar a que todos se durmieran para escabullirnos escondiéndonos detrás de los pinos que, con su ramaje espeso, nos iban a ocultar bien. Pero nuestro plan fracasó en el primer intento. Estábamos tan acostumbrados a dormirnos cuando llegaba la luz que, cuando quisimos acordar, el sueño nos venció.

Me parece que cuando alguien tiene muchas ganas de que algo ocurra, por fin sucede. Un día Polli vino con la gran novedad: iba a haber un eclipse de sol.

A la tarde papá nos reunió para explicarnos bien qué cosa era un eclipse; era que el sol se iba a oscurecer y, en pleno mediodía, iba a llegar la noche. Los días que siguieron, llegara uno al sitio que llegase, no se escuchaba hablar de otra cosa que no fuera el eclipse. El abuelo nos contó que su abuelo le había contado que había visto uno cuando era chico, así que ni siquiera papá y mamá habían visto jamás un eclipse.

Las noches siguientes hablamos sin parar planeando qué íbamos a hacer cuando llegara el eclipse. Aunque ninguno lo admitió, la idea de que por fin íbamos a conocer los misterios del mediodía nos ponía a todos un poco nerviosos.

Esperamos muertos de impaciencia, hasta que el día llegó .

El plan era que íbamos a salir todos juntos con mamá, papá y el abuelo y por ningún motivo nos íbamos a alejar del grupo. No sólo mi familia, toda la comunidad estaba alborotada por el eclipse. Se habían planificado distinto tipo de excursiones que organizaban diferentes grupos, pero el abuelo insistió que nosotros éramos muy chicos para excursiones largas y dijo que no convenía que nos alejáramos mucho de casa.

Por fin llegó el día. Nos despertamos en medio de la mañana pero estaba tan oscuro que parecía de noche.

Lo primero que vimos nos asustó un poco, allá abajo del árbol unas formas desconocidas corrían y chillaban. Aunque los sonidos eran familiares, escucharlo y verlo moverse al mismo tiempo nos dio un poco de miedo. Nos apretujamos unos contra otros.

—No tengan miedo, esas formas que corren se llaman chicos —dijo el abuelo que como había vivido mucho conocía casi todas las cosas del mundo.

Cuando nos convencimos de que no había peligro, nos empezamos a entretener mirando cómo las formas corrían de un lado a otro y escuchábamos los curiosos sonidos que hacían.

—¡Miren, miren, son miles! —decían esos sonidos—. ¡El cielo está lleno!

Grancejo insistía que lo decían porque veían a los otros grupos que partían a hacer sus excursiones. ¿A quién se le puede ocurrir que chillaban así porque nos veían a nosotros?

Entonces fue que a Grancejo se le ocurrió bajar a ver a las formas de cerca. Mamá nos había prohibido alejarnos, pero ya se sabe cómo es Grancejo. Aprovechó en un momento en que mamá, papá y el abuelo se distrajeron para tirarse en picada desde lo alto del pino. Muerto de risa se tiró en dirección a un grupo de chicos que se habían sentado en el piso, sobre unos almohadones, y estaban embobados mirando el eclipse.

—¡No miren al sol de frente, les puede hacer mal! —se escuchó gritar a alguien desde el interior de una casa. Respondiendo al grito, algunos chicos agacharon la cabeza y otros se taparon los ojos con las manos. Por eso no pudieron ver que, desde el cielo, alguien se les aproximaba cayendo a gran velocidad.

En ese momento ocurrió algo inesperado, en el cielo, la esfera de sombra que cubría al sol se desplazó dejando a la vista un borde de luz.

Yo estaba mirando el juego de Grancejo, ya sabía lo que iba a hacer: antes de llegar a la rama más baja cambiaba de dirección y volvía a la copa del pino.

Entonces escuché las voces de papá y el abuelo llamándonos. Enseguida escuché la voz de mamá, estaba nerviosa.

—¡Eh, eh! ¡Vuelvan ya mismo a la casa!

Me di cuenta que la fiesta se había terminado, en unos pocos momentos más el sol volvería a aparecer y nosotros —como de costumbre— teníamos que regresar a dormir.

Llamé a Grancejo para que volviera y no pude creer lo que veía. Grancejo seguía bajando en picada, pero ahora bajaba a una velocidad que daba miedo, nunca lo había visto bajar así, caía dibujando tirabuzones. Me di cuenta de que había perdido el control. En el cielo, la línea de luz que se iba ensanchando momento a momento.

—¡Oh, no! —gritó mamá que en ese momento vio lo que estaba sucediendo con Grancejo.

La esfera de sombra se deslizó completamente fuera del sol y llegó la luz plena del mediodía. De este modo fue que me enteré de por qué nos íbamos a dormir cuando salía el sol y por qué eran peligrosas las horas del mediodía. Así eran las cosas en nuestra familia, cuando había luz ninguno de nosotros podía ver.

Y ahora ¿qué iba a pasar con Grancejo? Nunca en mi vida había tenido tanto miedo. Sentí cerca de mis orejas las panzas de papá y mamá y me quedé acurrucado, muy quieto.

Lo que sucedió después fue tan rápido que me llevó tiempo entenderlo. A pesar de que ya pasaron muchas noches, todavía seguimos hablando del asunto.

Como dije, estaba ahí, muy quieto, acurrucado entre las panzas de mis padres cuando escuchamos un ruido seco, ¡plac!, de algo que chocaba contra alguna cosa. Enseguida supe que ese "algo" era Grancejo. A continuación un confuso griterío. Eran las voces alborotadas de los chicos.

—¡Miren! ¡Miren lo que cayó sobre el almohadón!

Mamá estaba aterrada y la panza de papá subía y bajaba agitada por la respiración.

—Oh, es muy pequeñito —decían las voces.

—Pobre, la luz del sol lo cegó.

—¡Miren, un murciélago! —llamaban las voces.

—¿Murciélago? —aunque lo nombraban de una manera tan rara me di cuenta de que hablaban de Grancejo. En la rama estábamos todos callados, nadie sabía qué hacer.

Un rato después sentimos que el árbol se movía y algunas ramas de abajo empezaron a crujir y a agitarse. Alguien trepaba. Enseguida vimos a Grancejo, bastante maltrecho y aturdido, y unas manos que lo depositaron cerca de mamá.

—Acá están los padres —dijo el chico que había subido.

Grancejo, temblaba, todos temblábamos con él.

Desde ese día nunca más insistimos en seguir jugando cuando se asoma el sol.

De recuerdo del eclipse nos quedó esa palabra tan rara que no podemos entender. Nos parece graciosa y la usamos a cada rato. Cada vez que Grancejo hace alguna de las suyas, para hacerlo rabiar, lo llamamos murciélago.