Estaba a punto de darle la última chupada
a mi paleta gigante de cuatro colores cuando justo sonó el timbre. La maestra
nos hizo formar fila, cosa que a mí me molesta mucho porque nos ponen de menor
a mayor y como yo soy el más petiso siempre quedo primero. “Petiso, petiso,
cara de chorizo”, me dicen mis compañeros cuando me cargan. A mí no me importa.
Yo envuelvo mi chupetín en el papel celofán y lo guardo para el siguiente
recreo. Lo bueno de las paletas es que algunas me duran toda una tarde, si las
sé dosificar y no me pongo a morderlas como mi perra Enriqueta a sus huesos con
carne. Además, tengo que comerlas con cuidado porque algunas me sacan unas
terribles boqueras en las comisuras de la boca, esos bordes donde terminan los
labios y empiezan los cachetes. Ahora aprendí y las chupo por partes, empezando
por la punta.
La maestra nos pidió que nos sentáramos en
nuestros bancos. Qué aburrido. Nos mostró el globo terráqueo, lo hizo girar
como una manzana verde y nos dijo que ese era el mundo. “¿El mundo?”, pensé yo.
“Si el mundo es enorme como muchos mares y montañas. ¿Cómo va a ser como esa
bolita cachuza?”. Lo cierto es que la señorita giró y giró el globo, fue
señalando sus partes y nos fue contando que en el mundo había muchos países,
como el nuestro, que se llama República Argentina. “¡Qué novedad!, pensé yo”.
No importa. Ella siguió y siguió y de pronto siento un tirón de pelo que venía
de atrás. Estaba por devolver la maldad con una patada cuando oigo que Lucho me
dice:
-Andrés,
Andrés. Escuchá bien. Hoy, mientras vos estabas en el recreo jugando con los
chicos a la pelota yo me quedé en el salón y me pareció ver algo raro atrás del
pizarrón.
Estaba a
punto de contestarle cuando pasó a mi lado la señorita, nos miró con cara de “Eso
no se hace” o “Cierren esa boca” y siguió con su verso de los países. Después
pasó a los continentes. Le hice una seña a Lucho para seguirla después en el
patio. Porque si no nos mandaban a
dirección.
La clase duró una eternidad. Porque además
de los países la señorita nos contó de los océanos: Pacífico, Atlántico,
Índico, Ártico y todos los demás que no voy a nombrar para que ustedes no se
aburran como me aburrí yo en ese momento. Sonó el timbre y salimos disparados
rumbo al patio, dando zancadas como
avestruces en medio de la sabana africana.
-¿Pero de
veras viste algo raro?
-Te digo que
sí.
-¿Y qué era?
-Como una
mancha toda color roja. El pizarrón estaba flojo, se movía y temblaba como una
gelatina y pude ver que atrás, en la pared, había unas figuras.
-Tenemos que
aprovechar que este es el recreo largo para inspeccionar.
-Dale, vamos.
Y después de deliberar largo rato rumbeamos
para el salón. Espiamos para ver si había quedado algún marmota de esos que
nunca faltan: guardando los útiles, acomodando la mochila o, lo peor de lo peor
de todo, borrando el pizarrón para chuparle las medias a la maestra. No, esta
vez no había nadie. La señorita estaba tomando un té con leche en la Secretaría
porque le dolía un poco la cabeza. Yo había escuchado eso al pasar.
Cuando llegamos junto al pizarrón pudimos
comprobar que los tornillos que lo sostenían estaban flojos. Buena señal. Lucho
me ayudó y lo levantamos desde abajo para espiar. Y lo que vimos. ¡Dios mío! Ni
se imaginan. Causaba terror. Causaba espanto. Había bisontes, manos, arcos,
flechas, hombres y mujeres. Hasta fogatas había. Asustaban porque eran como
monigotes malvados, de otra época. Yo lo miré a Lucho y le dije:
-Estamos
fritos
-¿Por qué
fritos?
-Porque acá
alguien estuvo dibujando y hay mucha sangre. Fijate que todo es de color rojo y
morado. Es más que naranja. Esto me huele a crimen.
-Puede ser
una pintura de un artista-contestó Lucho, para tranquilizarme.
-O un
hechizo-arriesgué yo.
Para
calmarme, desenvolví la paleta de mi bolsillo y le di dos chupadas. Cuando me
pongo nervioso termino los chupetines en un periquete.
-Lucho-le
dije-hemos hecho un descubrimiento. Tenemos que denunciarlo a las autoridades
del colegio. No te digo a la directora, que es una bruja con pelos y todo en la
nariz, pero por lo menos a la señorita. Lucho me miró con cara de “acá no ha
pasado nada”. Se dio media vuelta y me dejó con el chupetín en la boca, sin
responder a mi preocupación.
Yo pensé: “Mejor lo dejamos para el
próximo recreo y lo charlamos antes de volver a entrar”.
Dicho y hecho. La maestra siguió hablando
de los países y los océanos y los mares. Ah, y agregó los terremotos, que a mí
me hizo pensar que sería terrible si hubiera uno ahora y empezaran a temblar
las paredes y a descolgarse los cuadros y a moverse las estatuas y lo árboles. Después
mencionó al Mar de Mármara, que a mí me sonó divertido porque era todo con “A”,
como “bárbara” o “malvada” o “cháchara” o “jacarandá”. Y entonces volvió a
sonar el timbre. Salimos y esta vez fui al grano.
-Lucho. Esto
lo tenemos que denunciar. Puede ser un maleficio de alguna bruja que quiere que
nos vaya mal en los exámenes y en las pruebas de ortografía. Vos sabés lo que a
mí me cuestan las reglas de acentuación. Distinguir una palabra aguda de una
esdrújula puede ser mi perdición. También los verbos. El pretérito imperfecto de
un gerundio. Es mi perdición.
-Sí, tenés
razón. Mejor le contamos todo a la maestra.
Dicho y hecho. La encaramos antes de
entrar al aula. La maestra abrió los ojos como dos huevos fritos y fue con
nosotros hacia el pizarrón. Lo levantó lentamente. Primero con desconfianza y
después con seguridad. Y dio un grito. Un grito pelado. Un grito fuerte fuerte
como un detergente. Después se desmayó.
Vinieron las preceptoras, la directora, la
vicedirectora, el sereno, la portera, el vigilante, las tías y un doctor que
pasaba por la puerta del colegio que escuchó gritos. Todos abanicaron a la
maestra hasta que reaccionó. La maestra tenía la mirada perdida y estaba seria
como cuando viene la inspectora a ver sus clases. Tenía un susto bárbaro. Y no
era para menos. Cuando pudo reaccionar señaló el pizarrón. Como el pizarrón
estaba borrado, nadie entendía nada. Hasta que Lucho se acercó, pidió silencio
y lo levantó. Todos se quedaron helados como un cucurucho de helado de limón.
Debajo del pizarrón había toda una serie de dibujos de lo más exóticos. De
pronto, de la boca de la directora salieron unas palabras raras:
-Rupestres.
Pinturas rupestres. Pinturas rupestres.
Como se podrán imaginar, a nosotros era
como si nos hablaran en chino mandarín. Entonces hice lo que uno hace cuando no
sabe. Pregunté.
-Son unas
pinturas muy antiguas-me aclaró la directora- de cuando los hombres vivían en
las cavernas vestidos con pieles, comían carne cruda y cazaban con arco,
flechas y lanzas. Sobre todo bisontes. Vivían muchos de ellos en África.
Pintaban con tierra colorada.
-Ah-dije yo
más preocupado todavía que cuando había preguntado.
Al día siguiente salimos en todos los
diarios del país y vinieron a entrevistarnos dos periodistas de la televisión.
Nos hicieron muchas preguntas. Y nosotros, mientras chupamos nuestras paletas,
les contamos las cosas como fueron. Que todo sucedió en un recreo. Que no
sabemos nada de nada. Que sólo es cuestión de saber mirar como nosotros, desde
acá abajo y por otro poco por detrás de las cosas.
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