En la biblioteca vive el Mono de la Tinta. Se esconde entre mis libros y acecha mis tinteros. Cuando cree que no lo veo, olisquea mis lapiceras. Se trepa a una pila de libros y, por sobre mi hombro, trata de adivinar qué escribo. Escucho su respiración acompasada, anhelante, mientras lee. Lo sospecho en puntas de pie, haciendo equilibrio, pero, cuando me doy vuelta, siempre desaparece.

Dos cosas le gustan sobremanera: La tinta y las historias.

El otro día, al caer el sol, me acerqué silenciosamente. Me escondí en las sombras, detrás de las cortinas. La noche avanzaba lenta como el río espeso de mis sueños.

Entonces, cuando ya casi se me cerraban los párpados, lo vi: se acercó canturreando una cancioncita pegadiza y destapó todos los tinteros en un bailecito alegre. Después, sentado sobre sus patas sacó una historia del tintero con sus dedos largos.

“Había una vez…”. Y la tinta, sangre del cuento, se deshizo en gotas negras sobre el piso, desmigajándose en mil historias de dragones, de caballeros, de batallas, y en la historia de un mono que bebe tinta, una tinta negra y brillante, como los ojos negros del Mono de la Tinta

Gabi Casalins, septiembre de 2013

jueves, 6 de enero de 2022

“Liliana Bodoc: dragona indudable” , por Adrián Ferrero

 En este día de reyes, en el que sentimos la presencia de "Los Magos", nuestro amigo y colaborador, Adrián Ferrero nos dona su semblanza sobre una gran maga, Liliana Bodoc. ¡Hermoso regalo para encontrar esta mañana dentro de nuestros zapatos y salir con ellos dos a vuelo de dragón!



(Foto de Adriana Martinetti) 

“Liliana Bodoc: dragona indudable”

por Adrián Ferrero

 

     Es cierto. Había habido otras mundanzas. Los veranos en Santa Fe eran tórridos, por lo tanto, poco proclives para fomentar el esparcimiento. Uno parecía desvanecerse en medio de ese aire que quemaba literalmente el rostro, las pestañas se achicharraban cuando salía a hacer los mandados y cruzaba a la vereda del sol. Las verduras se echaban a perder tan pronto como un suspiro. Las flores se marchitaban como si uno las odiara. El mundo era una marmita cruel en la que uno se hervía para ser el caldo de un dragón hambriento. “Ah, los dragones. Los primeros dragones en los que he pensado en esta tierra de polvo y fuego. Se los debo a estas siestas de lava y azufre”.

“El calor acre de Santa Fe es el fuego”, se dijo. Y luego el pensamiento en torno de los cuatro elementos del globo: tierra, aire, agua, fuego”. “El fuego. El fuego es la sustancia primordial que ilumina pero también cuece las habas, abriga del frío, carga la punta de las flechas de la primera hilera de guerreros en una batalla, moldea los metales en una fragua (lo que permite tallar la espada y los cuchillos, las armas primordiales de la guerra), dar forma a las armaduras, a las herraduras de los caballos moros”. “El agua. Arrasa con la mugre. Refresca las cabelleras negras de una gitana que se ha extraviado y ha caminado mucho, cuando el calor aprieta. Permite que naveguen las naves que se marchan con rumbo al Reino de los Dragones”. Porque en efecto, el agua es cierto que puede apagar al fuego. Pero puede disponer las cosas para que quienes van conducir las naves se dirijan rumbo a la Tierra de los Dragones. Puede dar de beber a los Dragones sedientos. Puede ser la sustancia que sostenga a las barcas de doce remos que conduzcan al Reino de los Dragones. Ese lugar en el que se refugian de las torturas o las lastimaduras que les han ocasionado los flechazos de los hombres inescrupulosos. Del fuego con el que otros pretenden quemarlos en una gran hoguera en un Ritual Malvado. Porque el fuego, la gran arma de los Dragones, puede ser también lo que incinere sus vientres. El Universo del fuego es el universo de lo que se derrite pero también de lo que defiende al Bien y de lo que construye. Cada uno de los elementos es bueno o es malo según quién sea el que sirva de ellos. Según lo que haga con esas sustancias (pensó ella, mientras pasaba la plancha a un doblez a la camisa de su padre y se quemaba el dedo índice). En ese momento pensó en el fuego de los Dragones. Y no supo por qué en una de ellas en particular. Miró la leche sobre la mesa, en un gran vaso de vidrio de una transparencia inaudita.

     En Mendoza en las acequias fluía la materia líquida en la que acababa de pensar. Pero existen allí los templos del saber, los Monasterios gobernados por hombres instruidos, que en ocasiones generan en quienes se aventuran en sus confines, conflictivas relaciones porque comprenden que lo que leen no es lo que aspiran a escribir o lo que leen es lo que no les interesa escribir (si tienen una vocación tan intensa como la suya, a la medida del ópalo y el Fuego). Y allí, entre las notas que les dictan los hombres instruidos, ella escribió su propia profecía. “A ver…, a ver… CIELO LLENO RELÁMPAGOS QUE RAJAN EN CINCO PARTES EL UNIVERSO ¿qué me revelarás? Cierta noche veré una estrella blanca, que deberé desentrañar, señalará un rumbo que la veleta de la cabaña me indicará si debo poner rumbo al Sur, la tierra en la que habitamos los hombres y las mujeres elementales, como las cuatro sustancias que mencioné”.

     La Profecía que se había propuesto ella misma se cumplió. O se cumpliría, mejor sería decir. Pasados cinco años de consultar Bibliotecas llenas de polvorosos volúmenes, de escuchar a Maestros que le hablaban de cartografías que no eran a las que ella quería ir, ni las ciencias de la alquimia que tanto anhelaba, ni las que aspiraba a conocer, no las que quería atesorar en su memoria, el gran día del adiós llegó. Y de ese adiós (en el que no extrañó salvo a un maestro singular, que jamás le había mentido, y la había hecho confiar en su propia pluma, prometiéndole cumpliera una profecía que él le dictaba) llegó la bienvenida a este otro mundo. Un universo de vuelos de ruiseñores, astros, batallas, fantasía encantatoria que no tenía parangón con nada del Cielo ni la Tierra. Claro que luego llegaría ese libro… Un libro en el que ella narraría las hazañas de un hombre que no era un Hombre. Un hombre que era mitad hombre, mitad dios. Aquello no dejaba de ser un prodigio. Pudo por fin salir de aquel templo que tenía mucho de monasterio con aroma a pis de roedor. Ella empezó su camino. Un camino en el cual supo que su imaginación iba a crecer como de un sembradío crece un Bosque Eterno. Porque eterna es la imaginación. Queda guardada no solo en libros propios. Sino en actos ajenos. Era aquello por lo que sentiría tal Pasión que nada podría detener, eso que no haría detener su imaginación, que sería como el agua que fluye.  Tanta pasión la devoraría como un cometa devora la materia de un astro que envuelve con su Luz incandescente un cuerpo celeste. Ella obtuvo el Manuscrito que la convertía por fin en Mujer Letrada, al salir del monasterio. Cosa curiosa. No era ese el papel tras el que ella andaba. Su gran secreto (y su gran don), era encontrar un papel y una lapicera con tinta japonesa en la que escribir sus primeras fábulas sin moraleja. Historias que no dijeran la verdad ni mintieran. “Cosa difícil”, se dirán ustedes. En efecto, cosa difícil. Pero ella era mujer de arte. Y era mujer de retos y desafíos. Y lo conquistó. Fue a partir de abandonar el monasterio en que por fin pudo ser, en un momento trascendente, la Dama de los Dragones. Ella no se puso un título. Ese es el que le pongo yo, ahora, en este preciso momento. Porque ella  es Mujer de Fuego, Mujer de Vuelo, mujer que bebe agua de manantial o vertiente y se dirige a la tierra que ellos habitan, mujer de aire, porque respira un aire muy puro. Debía olvidar lo que había aprendido en aquel monasterio de polvo y tierra. De aroma a laucha. En esas bibliotecas en las que se hablaba un idioma que no era el propio sino el de los hombres que no conocen la Pasión salvaje del fulgor. Consultó entonces otras bibliotecas. Armó la propia. Conoció a un escritor. Sí. Solo uno. Un escritor que cambió su vida por completo. La sacudió. La despertó al leer sus gruesos Libros (era por lo menos cuatro, anchos como el mar), la despabiló rumbo a una tierra que ya nada detendría. Soñar por fin con alquimistas, druidas, Dragones, fraguas, ejércitos, monedas, denarios y ese universo que la vida de una mujer en medio de una ciudad apenas puede entrever. Supo (supieron con su marido Antonio y sus hijos), después de vivir en esa enorme Capital desangelada llena de miedos, una urdimbre de desencuentros, de personas egoístas que no se prestaban ni los cospeles en medio de una Tormenta, que no estaba hecha para vivir en ella. Sus hijos ya estaban grandes. Habían echado a volar como los Dragones sobre los que ella les narraba cuentos por las noches. Había escrito muchos Libros a esta altura de su vida. Era una mujer Letrada que había investigado acerca de muchos temas, entre ellos las batallas los antiguos habitantes de esa ciudad cuando aún no se se había siquiera edificado un mero cordón de vereda. Y había inventado Libros acerca de temas o argumentos sobre los que no se puede estudiar sino sobre los que solo cabe imaginar de modo desbordante, como un jarrito de oro en el que burbujea un huevo de ópalo. Había ahora en el mundo Libros imaginados por una Mujer que había creado mundos. Mundos para niños, mundos para adultos, Mundos para jóvenes, Mundos para las personas que ella más estimaba porque tenían mucha experiencia: los Ancianos. Muchos de ellos eran muy sabios. Ahora sí sería la Señora de los Dragones. No lo decía por el Poder que confiere semejante título o semejante dominio sobre un conjunto de seres alados. Sino precisamente por ese motivo. Porque sería la Dueña de imaginar lo que se le antojara. Y ella sentía especial inclinación por las Batallas y los Dragones. También las Mujeres que usan cascos. Por el choque de las corazas, el entrechocar de armar, los golpes de las armaduras. Especialmente los Dragones que vuelan tan alto que no se distingue que son Dragones. O si son en la imaginación de un niño un relámpago que ha irrumpido en el mundo dejando el rastro de su estallido. Y si descubren que son Dragones que de pronto descienden en vuelo rasante, salvan a alguien en problemas, y siguen de largo. Porque los Dragones de la Señora de la Dragones no eran depredadores sino tan solo seres alados, por lo general, es cierto, formaban Ejércitos, pero para colaborar con los Ejércitos de la tierra que peleaban por el bien.

     Ya con el deseo de partir de Buenos Aires varias dudas la asaltaban. Algunas indignaciones. El cavilar de algunas noches. El insomnio. Ciertos viajes que cada vez la hacían extrañar más a su familia. Hasta que un día le dijo a Antonio porque lo había visto en una revista al pasar. Un rincón del mundo en una revista de turismo en la sala de espera de su dentista:

-¿Y si nos vamos a El Trapiche? A la Provincia de San Luis. Argentina es tan pura ahí. Sabés perfectamente que soy capaz de imaginar lo que allí no exista.





Antonio asintió porque supo que ella era mujer de Profecías. Y si profetizaba que ese sería el refugio perfecto, la acompañaría. Porque sería el Destino indicado.

Y entonces fue que armaron las valijas (una guardaba los sobados Libros Mágicos de aquel primer Autor), se despidieron de sus hijos, no permitieron que nadie tocara la casa sino que quedara organizada tal cual estaba para cuando tuvieran que ir a la Gran Ciudad por trámites, gestiones, o trabajo. Incluso por conferencias o Ferias del libro. Ella, como Mujer Letrada podía decir “sí” como decir “no” a una invitación. Si bien también sabía guardar modales. No obstante, un par de ocasiones había perdido la paciencia, indignada frente a un hipócrita que conocía. Era un caradura que pretendía pasar por gozar de la virtud de la Bondad. Ella sabía que por detrás de la oreja sabía escuchar secretos ajenos. Y luego hacerlos circular por el mundo. Mientras juraba ser sincero estaba cruzando los dedos por detrás de su traje porque juraba en vano, mentía. Incapaz como era de hacer una sola escena, ella cierta vez se había levantado de la mesa cuadrada con cinco micrófonos en la que debatían acerca de literatura de autoras del siglo XX en Argentina que habían escrito libros con pájaros que cantaran al mismo tiempo que recogían la pata trasera para remontar vuelo. Y entonces había dejado plantado a ese lagarto de dos patas con la boca abierta como con los colmillos de un lobo mordiéndose a sí mismo. Hombre conspirador, ni bien ella se marchó, comenzó a hacer correr rumores acerca del motivo por el que había abandonado  Buenos Aires.

     El cielo fue ancho en la cabaña del Trapiche. Pero sobre todo por las noches. Era un cielo que parecía un Mar. ¿Oyeron hablar del Mar Negro? Sí oyeron. O algo parecido les habrá llegado de oídas. Quizás en alguna clase del secundario. O en alguna Carta de los Hombres Sabios que luego se imprimen y circulan por el mundo. En el Trapiche el Cielo esa noche era como el Lago Escondido. O como un Lago Nahuel Huapi, donde dicen habita o habitó un Gran Dragón de Agua.

     Antonio dormía. Los dos eran madrugadores. Antonio se había retirado a dormir más temprano de lo habitual. Pero estaba seguro de que ella estaría junto a él pronto. Muy pronto. Él también era hombre de Profecías. En particular se las había escuchado a ella. Y él había sido el primer depositario de tales palabras. Ella las había dejado caer en sus oídos. Como se dejan caer las monedas de oro. De modo que por ese mismo motivo no se preocupó de velar por ella. Por otra parte: ¿Quién puede contra una Dragona?

     Ella quedó por fuera de la cabaña. Sentada en el largo banco de madera cedro. El mate en la diestra (si bien sabía que no era conveniente tomar mate a esas horas). Tenía puesto un poncho color ladrillo porque sentía que ese día era de construcciones. Había escrito toda la tarde hasta recién. Un libro muy grueso. Le había dicho a Antonio: “Quisiera ser recordada por este libro”.

     Miró al cielo. Miró a la estrella. “¿No es blanca?”. “¿No es una estrella blanca?”. “¿No es pura?”, se repitió algo azorada. “Y parece agitarse”. Se preguntó y se dijo según lo que iba viendo. En primer lugar no solo miró. Sino que imaginó a partir de ese espectáculo. La estrella se desplazaba. Y luego, a continuación, le pareció entrever no que se trataba de una estrella. Sino una Dragona Blanca. La Dragona le susurró su nombre. Ella estaba llena de preguntas pero las calló. La Dragona, que parecía una estrella pero era una Dragona indudable. Brillaba por el fuego de su boca, lanzaba un fuego como una llamarada del color de la espuma del mar, dio un vuelo rasante junto a ella. La rozó con una de sus escamas, que cayó a sus pies. El percibió ese sonido como la caída de una pluma. Y la Dragona se marchó. Ella apretó muy fuerte entre sus manos esa escama. Luego la llevó a su pecho, contra el corazón. Su latidos se aceleraron al contacto con ella. Sintió cómo la dotaba de una nueva vida. Como si fuera un amuleto o un talismán. Y supo, definitivamente supo, así como hasta ese momento había tenido la seguridad de temperamento de lo que iba a escribir a continuación, que la Dragona Blanca sería la próxima protagonista de su historia. de flechas y tierra colorada. Una historia en cuatro Libros. Tan solo sería una temporada. Una larga Temporada. Sin embargo, esa temporada se prolongó en muchas jornadas. Hasta el infinito. Porque de la madrugada del pan, del mate por las mañanas, del vino de los mediodías, del caldo de por las noches, finalmente llegó la historia que ella sabía cómo debía seguir. Y también terminar antes de que terminara. Pero ella seguiría escribiendo esa historia en las manos de un hombre. Un hombre que no era tan menor que ella ni la superaba en edad. Un hombre que había leído sus libros. Casi todos sus libros. Y releído varios. Él no había escuchado su voz. Pero había leído una de sus profecías. En un diálogo por escrito. Habían, digamos, mantenido una correspondencia un solo día. Era un hombre que también era escritor. No solía escribir sobre Dragones. Pero sí sobre la Señora de los Dragones. Mucho. Pero él encontraba muchos sentidos a los Dragones de ella. Y le encontraba sentido a la personalidad coherente de ella. Y a sus principios. De modo que aunque escribiera sobre otros temas, nada le costaba disfrutar de escribir sobre la Señora de los Dragones. Hasta el hombre que era más joven pero había dejado de ser un joven, pensó cierta noche: “¿Y si escribiera sobre Dragones sin imitarla a ella?”. “¿Y si escribiera sobre Dragones sin imitar a Nadie?”. Un “Nadie” genérico. Un “Nadie” que abarcara a todos los que habían escrito sobre Dragones. Él no tenía en sus planes convertirse en un escritor cuya obra estuviera protagonizada por Dragones Sagrados o por Magos.

     Pero regresemos a ella, que es lo que cuenta en esta historia. Escribió de modo incesante hasta llegar a la conclusión de que debía hacer un Viaje. Y de que era un Viaje que ella ya no escribiría. Antonio dormía. Se sentó cierta noche sobre una montura (no les diré de qué, no les diré cómo, no les diré hacia dónde marchó, tan solo se trataba de una pausa, de un Paréntesis, digamos, como los que ella escribía en sus libros), y emprendió vuelo. Si miran hacia El Mar Negro la encontrarán, como cometa incandescente, dejando su estela marina en el medio de un cielo de fuego. La montura no vacila jamás. Ella es una mujer de batallas para la paz. Y solo se trata de esperar. Ella esperará. Nosotros esperaremos. Yo, al menos, soy capaz de aguardar, paciente, a que la Profecía que escribí en mi propio Monasterio (uno parecido al suyo pero en otra parte del Globo), me conduzca hacia ese tiempo y ese espacio que tiene un nombre que no pronunciaré porque cada uno lo bautiza a su manera. Yo sé cuál es el nombre que le doy. Eso me basta. Guardo la espada. No soy tan viejo ni tan joven. Probablemente como ella cuando subió a su montura. Envaino la espada. Subo a mi montura. Sé qué montura es pero no les diré cuál. Imagínenlo. No es tan difícil después de todo. Para eso existe la literatura. Para jugar. Ficción. Para pensar el mundo hecho a nuestra medida. Sé que en el Globo de la Tierra y en el Globo del Aire (dos sustancias elementales), se están librando batallas. Ahora me seguirá tocando librar la mía. Salgo a mi jardín. A mi propio jardín de verano. He dejado los asuntos en orden antes de marcharme. Estoy en mi montura, en la puerta de mi cabaña, tan, tan lejos de la que fue la suya. Y ella de pronto apoya su espada sobre mi hombro. Se me hiela la sangre ¿Una suerte de bautismo? Me dice algo al oído. No entiendo muy bien qué es. Es como una pequeña música nocturna. Una melodía de la noche. Pero confío en ella. No importa que no entienda. Sus Profecías siempre su cumplen. Yo no soy hombre de profecías. De pronto de su montura sale un fuego que le ilumina el rostro y la distingo con claridad por fin. Distingo sus facciones. Yo no soy viejo ni soy joven. Es una buena edad para echar a volar. Para echar a volar habiéndolo hecho todo a su debido tiempo. O habiéndolo escrito todo. (mi forma de haberlo hecho). Escribir es mi forma de vivir. Pego un soplido al velón que alumbra por fuera mi casa. Y remontamos vuelo.

 


Adrián Ferrero, La Plata, madrugada del 4 de enero de 2022