Lo prometido es deuda: Con ustedes el cuento que Graciela nos envió.
El eclipse
Por Graciela Falbo
Cada vez que el juego estaba en lo
mejor, cuando empezábamos a animarnos a practicar los vuelos en caída libre
desde la punta del pino, mamá nos llamaba a dormir. Siempre lo mismo; ni bien
el sol empezaba a salir, ya había que volver. No había una sola noche que
Grancejo y Polli no protestaran o que no nos hiciéramos los distraídos,
haciendo como que no habíamos escuchado el llamado de mamá, y de este modo
alargábamos un poco el tiempo de nuestro juego.
Pero, ya sabíamos, resistirnos era
inútil, cuando por el horizonte el cielo empezaba a ponerse violeta, llegaba
mamá nerviosa y decía que no había más tiempo y que ya teníamos que ir a dormir
como todos los demás.
Grancejo juraba que cuando fuera
grande, se iba a dar el gusto de quedarse despierto hasta después del mediodía.
Papá se reía y le decía que cuando fuera grande podría decidir hacer lo que
quisiera, pero que ahora era hora de ir a dormir.
El día era algo misterioso para
nosotros. Con la llegada de la luz el mundo se empezaba a llenar de sonidos desentonados.
Los primeros eran unos kiiiiiikiiiii que nos ponían los pelos de punta. Después
los ruidos crecían sin parar: graves, agudos, ásperos, suaves, tenues,
furiosos. A veces parecía que los sonidos bailaban entre sí y otras que los
ruidos se peleaban unos con los otros y todo se volvía estridente y confuso.
Cuando el barullo era rabioso, nos daba risa. Pero era un rato nomás porque
después nos daba sueño y, en medio del bochinche, nos quedábamos dormidos hasta
la noche.
Sentíamos curiosidad por conocer qué
provocaba ese alboroto del mediodía.
—Las horas de sol son peligrosas para
nosotros —repetía papá. Pero no nos convencía.
Una vez con Grancejo planeamos
fugarnos. Íbamos a esperar a que todos se durmieran para escabullirnos
escondiéndonos detrás de los pinos que, con su ramaje espeso, nos iban a
ocultar bien. Pero nuestro plan fracasó en el primer intento. Estábamos tan
acostumbrados a dormirnos cuando llegaba la luz que, cuando quisimos acordar,
el sueño nos venció.
Me parece que cuando alguien tiene
muchas ganas de que algo ocurra, por fin sucede. Un día Polli vino con la gran
novedad: iba a haber un eclipse de sol.
A la tarde papá nos reunió para
explicarnos bien qué cosa era un eclipse; era que el sol se iba a oscurecer y,
en pleno mediodía, iba a llegar la noche. Los días que siguieron, llegara uno
al sitio que llegase, no se escuchaba hablar de otra cosa que no fuera el
eclipse. El abuelo nos contó que su abuelo le había contado que había visto uno
cuando era chico, así que ni siquiera papá y mamá habían visto jamás un
eclipse.
Las noches siguientes hablamos sin
parar planeando qué íbamos a hacer cuando llegara el eclipse. Aunque ninguno lo
admitió, la idea de que por fin íbamos a conocer los misterios del mediodía nos
ponía a todos un poco nerviosos.
Esperamos muertos de impaciencia,
hasta que el día llegó .
El plan era que íbamos a salir todos
juntos con mamá, papá y el abuelo y por ningún motivo nos íbamos a alejar del
grupo. No sólo mi familia, toda la comunidad estaba alborotada por el eclipse.
Se habían planificado distinto tipo de excursiones que organizaban diferentes
grupos, pero el abuelo insistió que nosotros éramos muy chicos para excursiones
largas y dijo que no convenía que nos alejáramos mucho de casa.
Por fin llegó el día. Nos despertamos
en medio de la mañana pero estaba tan oscuro que parecía de noche.
Lo primero que vimos nos asustó un
poco, allá abajo del árbol unas formas desconocidas corrían y chillaban. Aunque
los sonidos eran familiares, escucharlo y verlo moverse al mismo tiempo nos dio
un poco de miedo. Nos apretujamos unos contra otros.
—No tengan miedo, esas formas que
corren se llaman chicos —dijo el abuelo que como había vivido mucho conocía
casi todas las cosas del mundo.
Cuando nos convencimos de que no
había peligro, nos empezamos a entretener mirando cómo las formas corrían de un
lado a otro y escuchábamos los curiosos sonidos que hacían.
—¡Miren, miren, son miles! —decían
esos sonidos—. ¡El cielo está lleno!
Grancejo insistía que lo decían
porque veían a los otros grupos que partían a hacer sus excursiones. ¿A quién
se le puede ocurrir que chillaban así porque nos veían a nosotros?
Entonces fue que a Grancejo se le
ocurrió bajar a ver a las formas de cerca. Mamá nos había prohibido alejarnos,
pero ya se sabe cómo es Grancejo. Aprovechó en un momento en que mamá, papá y
el abuelo se distrajeron para tirarse en picada desde lo alto del pino. Muerto
de risa se tiró en dirección a un grupo de chicos que se habían sentado en el
piso, sobre unos almohadones, y estaban embobados mirando el eclipse.
—¡No miren al sol de frente, les
puede hacer mal! —se escuchó gritar a alguien desde el interior de una casa.
Respondiendo al grito, algunos chicos agacharon la cabeza y otros se taparon
los ojos con las manos. Por eso no pudieron ver que, desde el cielo, alguien se
les aproximaba cayendo a gran velocidad.
En ese momento ocurrió algo
inesperado, en el cielo, la esfera de sombra que cubría al sol se desplazó
dejando a la vista un borde de luz.
Yo estaba mirando el juego de
Grancejo, ya sabía lo que iba a hacer: antes de llegar a la rama más baja
cambiaba de dirección y volvía a la copa del pino.
Entonces escuché las voces de papá y
el abuelo llamándonos. Enseguida escuché la voz de mamá, estaba nerviosa.
—¡Eh, eh! ¡Vuelvan ya mismo a la
casa!
Me di cuenta que la fiesta se había
terminado, en unos pocos momentos más el sol volvería a aparecer y nosotros
—como de costumbre— teníamos que regresar a dormir.
Llamé a Grancejo para que volviera y
no pude creer lo que veía. Grancejo seguía bajando en picada, pero ahora bajaba
a una velocidad que daba miedo, nunca lo había visto bajar así, caía dibujando
tirabuzones. Me di cuenta de que había perdido el control. En el cielo, la
línea de luz que se iba ensanchando momento a momento.
—¡Oh, no! —gritó mamá que en ese
momento vio lo que estaba sucediendo con Grancejo.
La esfera de sombra se deslizó
completamente fuera del sol y llegó la luz plena del mediodía. De este modo fue
que me enteré de por qué nos íbamos a dormir cuando salía el sol y por qué eran
peligrosas las horas del mediodía. Así eran las cosas en nuestra familia,
cuando había luz ninguno de nosotros podía ver.
Y ahora ¿qué iba a pasar con
Grancejo? Nunca en mi vida había tenido tanto miedo. Sentí cerca de mis orejas
las panzas de papá y mamá y me quedé acurrucado, muy quieto.
Lo que sucedió después fue tan rápido
que me llevó tiempo entenderlo. A pesar de que ya pasaron muchas noches,
todavía seguimos hablando del asunto.
Como dije, estaba ahí, muy quieto,
acurrucado entre las panzas de mis padres cuando escuchamos un ruido seco,
¡plac!, de algo que chocaba contra alguna cosa. Enseguida supe que ese
"algo" era Grancejo. A continuación un confuso griterío. Eran las
voces alborotadas de los chicos.
—¡Miren! ¡Miren lo que cayó sobre el
almohadón!
Mamá estaba aterrada y la panza de
papá subía y bajaba agitada por la respiración.
—Oh, es muy pequeñito —decían las
voces.
—Pobre, la luz del sol lo cegó.
—¡Miren, un murciélago! —llamaban las
voces.
—¿Murciélago? —aunque lo nombraban de
una manera tan rara me di cuenta de que hablaban de Grancejo. En la rama estábamos
todos callados, nadie sabía qué hacer.
Un rato después sentimos que el árbol
se movía y algunas ramas de abajo empezaron a crujir y a agitarse. Alguien
trepaba. Enseguida vimos a Grancejo, bastante maltrecho y aturdido, y unas
manos que lo depositaron cerca de mamá.
—Acá están los padres —dijo el chico
que había subido.
Grancejo, temblaba, todos temblábamos
con él.
Desde ese día nunca más insistimos en
seguir jugando cuando se asoma el sol.
De recuerdo del eclipse nos quedó esa
palabra tan rara que no podemos entender. Nos parece graciosa y la usamos a
cada rato. Cada vez que Grancejo hace alguna de las suyas, para hacerlo rabiar,
lo llamamos murciélago.