viernes, 29 de noviembre de 2013

El Principito de Saint-Exupéry

Un libro para niños…
Esa es la etiqueta que se le ha puesto al Principito. Tendríamos que preguntarnos si realmente es ‘un libro para niños’ y más aún, ‘¿qué es un libro para niños?’ o ‘¿dónde empieza el límite que señala que un libro sea para niños o para adultos?’

Si es un libro para niños porque el protagonista es un niño, podría ser, pero para quienes nos gusta la lectura, no creo que sea el elemento clasificador definitivo, hemos leído montones de libros con protagonistas infantiles, que para nada eran ‘digeribles’ para un niño.

Decir que tiene ‘dibujos’ tampoco vale, los dibujos no son exclusivos de libros de niños, no es necesario ni explicarlo.

Ah, podría decir alguno, pero el mismo autor, en el prólogo nos dice que es un libro para niños. Sin embargo, los que hemos leído el libro sabemos que, probablemente, sea otro de los mensajes subliminales que contiene, los que no lo han leído, lo van a saber en cuanto lo hagan.

En mi opinión, el Principito es otro más de esos libros que viven bajo la denominación de ‘libros infantiles’ (por mencionar a otros compañeros del mismo lote: Alicia en el País de las Maravillas, Alicia a través del Espejo o Los viajes de Gulliver, entre muchos más) y que, en realidad, gustan a los niños, pero que también gustan a los adultos. Es más, si lo leemos, en diferentes épocas de nuestras vidas, lo que veamos en ellos, será también diferente.

Cuando leemos el cuento a los niños más pequeños, probablemente, no entiendan mucho del mensaje filosófico que guarda, pero les va a encantar el mismo Principito, y la rosa y el viaje por las estrellas y el encuentro con el zorro (no sé si les gustará tanto la sibilante serpiente, pero hay para todos los gustos).
No obstante, es a partir de la adolescencia cuando empezamos a vislumbrar qué significa el Principito, cuál es su mensaje o sus mensajes, porque esta novelita es una de esas obras de las que se puede decir que hay tantas lecturas como lectores.

Pero, ¿qué pasa en el Principito? Saint-Exupéry nos cuenta qué le pasó una vez que se perdió en el desierto del Sahara. Su avión había quedado averiado y él intentaba arreglarlo cuando de la nada apareció un jovencito, pidiéndole que le dibujara un cordero, un cordero que no pareciera enfermo, ni que fuera un carnero, él sólo quería tener el dibujo de un cordero. Se inicia entonces una amistad algo singular.


El jovencito resultará ser el Príncipe del asteroide B612, señor de tres volcanes (uno de ellos extinguido) y de una rosa (o ¿son los tres volcanes y la rosa los señores del principito?). El principito salió un día de su asteroide (tras dejar bien limpios sus volcanes y bien protegida su rosa), un poco huyendo de las exigencias de su flor, un poco con ganas de conocer el porqué de muchas cosas, el porqué de sí mismo. Y esta búsqueda, este ir y venir de un asteroide a otro, se lo irá contando a su amigo el aviador Saint-Exupéry.
En boca del Principito irán apareciendo descripciones que, si bien suceden en asteroides lejanísimos del Planeta Tierra, parecen describir maravillosamente bien el comportamiento ridículo y estúpido de algunas situaciones y de algunos personajes terrícolas.

El príncipe busca algo que no sabe muy bien qué es y que, en realidad, es él mismo. Porque ese es uno de los temas primordiales de este librito: el viaje como autorreconocimiento, como búsqueda del propio yo, pero también habla de la amistad, de la vida, del amor.

Y no quiero dejar a un lado un tema que preocupa algo en el Principito, aunque sea de forma rápida, me refiero al suicidio, porque el niño se deja morder por la víbora para volver a su planeta, o para huir de éste. Hay quien dice que Saint-Exupéry hace, de alguna manera, un elogio al suicidio. Pero, leamos bien, el Principito no espera el final de su vida tras la picadura, el Principito espera regresar a su estrella, para contemplar la flor que dejó allí, esperándolo. Su flor, su rosa, de la que él es responsable único y absoluto y sin él, ella no puede vivir, por esto, necesita volver junto a ella, por esto se deja picar por la serpiente.
Esperemos que el cordero no se haya querido comer a la flor, que se haya conformado con los baobabs. Seguramente, el principito le cuente una y otra vez a su rosa qué ha visto en sus viajes y ambos se rían de cuán extraños son los que viven fuera del asteroide B612.

El principito cerrará los ojos, mirará con el corazón y recordará que lo esencial es invisible para los ojos.

(Nota: este artículo ha sido publicado con anterioridad en el sitio www.arealibros.com)


                                                                                                                           I. Manzanares

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Un cuento de Graciela Falbo para disfrutar.



Lo prometido es deuda: Con ustedes el cuento que  Graciela nos envió. 




El eclipse
Por Graciela Falbo








Cada vez que el juego estaba en lo mejor, cuando empezábamos a animarnos a practicar los vuelos en caída libre desde la punta del pino, mamá nos llamaba a dormir. Siempre lo mismo; ni bien el sol empezaba a salir, ya había que volver. No había una sola noche que Grancejo y Polli no protestaran o que no nos hiciéramos los distraídos, haciendo como que no habíamos escuchado el llamado de mamá, y de este modo alargábamos un poco el tiempo de nuestro juego.

Pero, ya sabíamos, resistirnos era inútil, cuando por el horizonte el cielo empezaba a ponerse violeta, llegaba mamá nerviosa y decía que no había más tiempo y que ya teníamos que ir a dormir como todos los demás. 

Grancejo juraba que cuando fuera grande, se iba a dar el gusto de quedarse despierto hasta después del mediodía. Papá se reía y le decía que cuando fuera grande podría decidir hacer lo que quisiera, pero que ahora era hora de ir a dormir.

El día era algo misterioso para nosotros. Con la llegada de la luz el mundo se empezaba a llenar de sonidos desentonados. Los primeros eran unos kiiiiiikiiiii que nos ponían los pelos de punta. Después los ruidos crecían sin parar: graves, agudos, ásperos, suaves, tenues, furiosos. A veces parecía que los sonidos bailaban entre sí y otras que los ruidos se peleaban unos con los otros y todo se volvía estridente y confuso. Cuando el barullo era rabioso, nos daba risa. Pero era un rato nomás porque después nos daba sueño y, en medio del bochinche, nos quedábamos dormidos hasta la noche.

Sentíamos curiosidad por conocer qué provocaba ese alboroto del mediodía.

—Las horas de sol son peligrosas para nosotros —repetía papá. Pero no nos convencía.

Una vez con Grancejo planeamos fugarnos. Íbamos a esperar a que todos se durmieran para escabullirnos escondiéndonos detrás de los pinos que, con su ramaje espeso, nos iban a ocultar bien. Pero nuestro plan fracasó en el primer intento. Estábamos tan acostumbrados a dormirnos cuando llegaba la luz que, cuando quisimos acordar, el sueño nos venció.

Me parece que cuando alguien tiene muchas ganas de que algo ocurra, por fin sucede. Un día Polli vino con la gran novedad: iba a haber un eclipse de sol.

A la tarde papá nos reunió para explicarnos bien qué cosa era un eclipse; era que el sol se iba a oscurecer y, en pleno mediodía, iba a llegar la noche. Los días que siguieron, llegara uno al sitio que llegase, no se escuchaba hablar de otra cosa que no fuera el eclipse. El abuelo nos contó que su abuelo le había contado que había visto uno cuando era chico, así que ni siquiera papá y mamá habían visto jamás un eclipse.

Las noches siguientes hablamos sin parar planeando qué íbamos a hacer cuando llegara el eclipse. Aunque ninguno lo admitió, la idea de que por fin íbamos a conocer los misterios del mediodía nos ponía a todos un poco nerviosos.

Esperamos muertos de impaciencia, hasta que el día llegó .

El plan era que íbamos a salir todos juntos con mamá, papá y el abuelo y por ningún motivo nos íbamos a alejar del grupo. No sólo mi familia, toda la comunidad estaba alborotada por el eclipse. Se habían planificado distinto tipo de excursiones que organizaban diferentes grupos, pero el abuelo insistió que nosotros éramos muy chicos para excursiones largas y dijo que no convenía que nos alejáramos mucho de casa.

Por fin llegó el día. Nos despertamos en medio de la mañana pero estaba tan oscuro que parecía de noche.

Lo primero que vimos nos asustó un poco, allá abajo del árbol unas formas desconocidas corrían y chillaban. Aunque los sonidos eran familiares, escucharlo y verlo moverse al mismo tiempo nos dio un poco de miedo. Nos apretujamos unos contra otros.

—No tengan miedo, esas formas que corren se llaman chicos —dijo el abuelo que como había vivido mucho conocía casi todas las cosas del mundo.

Cuando nos convencimos de que no había peligro, nos empezamos a entretener mirando cómo las formas corrían de un lado a otro y escuchábamos los curiosos sonidos que hacían.

—¡Miren, miren, son miles! —decían esos sonidos—. ¡El cielo está lleno!

Grancejo insistía que lo decían porque veían a los otros grupos que partían a hacer sus excursiones. ¿A quién se le puede ocurrir que chillaban así porque nos veían a nosotros?

Entonces fue que a Grancejo se le ocurrió bajar a ver a las formas de cerca. Mamá nos había prohibido alejarnos, pero ya se sabe cómo es Grancejo. Aprovechó en un momento en que mamá, papá y el abuelo se distrajeron para tirarse en picada desde lo alto del pino. Muerto de risa se tiró en dirección a un grupo de chicos que se habían sentado en el piso, sobre unos almohadones, y estaban embobados mirando el eclipse.

—¡No miren al sol de frente, les puede hacer mal! —se escuchó gritar a alguien desde el interior de una casa. Respondiendo al grito, algunos chicos agacharon la cabeza y otros se taparon los ojos con las manos. Por eso no pudieron ver que, desde el cielo, alguien se les aproximaba cayendo a gran velocidad.

En ese momento ocurrió algo inesperado, en el cielo, la esfera de sombra que cubría al sol se desplazó dejando a la vista un borde de luz.

Yo estaba mirando el juego de Grancejo, ya sabía lo que iba a hacer: antes de llegar a la rama más baja cambiaba de dirección y volvía a la copa del pino.

Entonces escuché las voces de papá y el abuelo llamándonos. Enseguida escuché la voz de mamá, estaba nerviosa.

—¡Eh, eh! ¡Vuelvan ya mismo a la casa!

Me di cuenta que la fiesta se había terminado, en unos pocos momentos más el sol volvería a aparecer y nosotros —como de costumbre— teníamos que regresar a dormir.

Llamé a Grancejo para que volviera y no pude creer lo que veía. Grancejo seguía bajando en picada, pero ahora bajaba a una velocidad que daba miedo, nunca lo había visto bajar así, caía dibujando tirabuzones. Me di cuenta de que había perdido el control. En el cielo, la línea de luz que se iba ensanchando momento a momento.

—¡Oh, no! —gritó mamá que en ese momento vio lo que estaba sucediendo con Grancejo.

La esfera de sombra se deslizó completamente fuera del sol y llegó la luz plena del mediodía. De este modo fue que me enteré de por qué nos íbamos a dormir cuando salía el sol y por qué eran peligrosas las horas del mediodía. Así eran las cosas en nuestra familia, cuando había luz ninguno de nosotros podía ver.

Y ahora ¿qué iba a pasar con Grancejo? Nunca en mi vida había tenido tanto miedo. Sentí cerca de mis orejas las panzas de papá y mamá y me quedé acurrucado, muy quieto.

Lo que sucedió después fue tan rápido que me llevó tiempo entenderlo. A pesar de que ya pasaron muchas noches, todavía seguimos hablando del asunto.

Como dije, estaba ahí, muy quieto, acurrucado entre las panzas de mis padres cuando escuchamos un ruido seco, ¡plac!, de algo que chocaba contra alguna cosa. Enseguida supe que ese "algo" era Grancejo. A continuación un confuso griterío. Eran las voces alborotadas de los chicos.

—¡Miren! ¡Miren lo que cayó sobre el almohadón!

Mamá estaba aterrada y la panza de papá subía y bajaba agitada por la respiración.

—Oh, es muy pequeñito —decían las voces.

—Pobre, la luz del sol lo cegó.

—¡Miren, un murciélago! —llamaban las voces.

—¿Murciélago? —aunque lo nombraban de una manera tan rara me di cuenta de que hablaban de Grancejo. En la rama estábamos todos callados, nadie sabía qué hacer.

Un rato después sentimos que el árbol se movía y algunas ramas de abajo empezaron a crujir y a agitarse. Alguien trepaba. Enseguida vimos a Grancejo, bastante maltrecho y aturdido, y unas manos que lo depositaron cerca de mamá.

—Acá están los padres —dijo el chico que había subido.

Grancejo, temblaba, todos temblábamos con él.

Desde ese día nunca más insistimos en seguir jugando cuando se asoma el sol.

De recuerdo del eclipse nos quedó esa palabra tan rara que no podemos entender. Nos parece graciosa y la usamos a cada rato. Cada vez que Grancejo hace alguna de las suyas, para hacerlo rabiar, lo llamamos murciélago.