Si hay textos que nunca dejan de atraer son los mitos.
Cuando el mundo era niño y joven, los mitos sirvieron para explicar por qué existen las estaciones, o por qué hay rayos, temas muy transcendentales como la vida y la muerte, o simplemente, cómo aparecieron las arañas o cómo se originó el vino. Quizás muchas de las adaptaciones han perdido su vinculación con la religión y el pensamiento, pero el mensaje sigue vigente. Incluso, aparecen nuevos mensajes, muchas veces incorporados por el propio adaptador.
Este mito que vamos a contar ahora, no es de los más conocidos, pertenece al ciclo en los que participan los grandes dioses olímpicos, aunque sea en un segundo plano. Pertenece a una antología en la que los propios protagonistas nos cuentan qué les sucedió, Con voz propia.
Quelona era una ninfa griega y ella misma nos narra su historia, a través de Inmaculada Manzanares.
El texto, ya lo sabe ella, está dedicado a Gabi Casalins, recordando a
Antigua Pasolento.
Quelona
Yo una vez fui joven y bella, no es que esas dos cualidades
tengan que coincidir siempre, pero en mi caso, sí era así. Es más, cuando yo
era joven y bella, todo era joven y bello. El mundo era fresco y radiante. Las
ninfas corríamos por el bosque, saltábamos en las praderas y jugueteábamos en
los reflejos azules de los lagos.
Junto a uno de esos lagos estaba mi cabaña hecha de piedras,
con cuatro pequeñas ventanas redondas y con techo de paja. Era suficiente para
mí. No me gustaban los lujos ni me maravillaban las ostentaciones de poder y
fama que hacían los dioses cuando visitaban nuestras tierras. Evitaba las
fanfarrias de los sátiros detrás de Pan. Algunas de mis compañeras decían a mis
espaldas: “Mirad, ahí va la engreída Quelona, ¿quién pensará que es? Cree que
está por encima de todas nosotras, que es superior a los dioses, ¡pobre
infeliz!”
Se equivocaban, no era engreimiento por mi parte;
simplemente, yo era dichosa con mi vida sencilla y tranquila. Respetaba a los
dioses, aun, después de lo que me hicieron, sigo respetándolos. Pero, en mi
bosque, en mi trozo de tierra junto al lago, en mi casa estaba todo lo que yo
quería.
Era feliz.
Un día todo cambió.
En el bosque se extendió la noticia. Los sátiros se lo
contaban a todos, las ninfas reían hablando de qué vestido llevarían, de las
flores, de cómo iría vestida la novia, porque de eso se trataba. Iba a haber
una boda. Zeus se casaba con Hera. A mí, personalmente, me parecía una fiesta
innecesaria, ¿es que Hera no conocía a Zeus? Llevaban años, ¿qué digo años?,
¡siglos terrestres!, juntos, y, desde el primer momento, él le fue infiel. Pero
los dioses del Olimpo aprovechan cualquier circunstancia para festejar, para
mostrarles a todos sus riquezas, sus poderes. Desde el primer momento me hice
la despistada, como si no me hubiera enterado de nada.
Zeus pidió que todos los seres vivientes fuéramos al enlace,
no quería que hubiera duda de que se casaba, quería que todos le rindiéramos
pleitesía por aquel motivo. Envió la invitación a todos. Hermes, el mensajero,
fue uno por uno recordándole que tenía que asistir porque esa era la voluntad
del dios de dioses.
Y llegó hasta mi cabaña, yo me escondí, me metí dentro, no
quería ser invitada para no tener que rehusar. “¡Quelona, Quelona, no te
escondas! ¡Sé que estás ahí! ¡Te traigo la invitación para la boda de mis
divinos padres!”
“No, no iré, no me gusta salir de casa, no me gustan las
fiestas de los dioses, quiero seguir viviendo tranquila con mi sencilla vida”
Hermes hizo un gesto de asombro, pero tenía mucho trabajo
aquella mañana, se limitó a decirme “Allá tú.”
El día señalado, el bosque quedó en silencio, hasta los
pájaros habían ido al Olimpo. Yo, en mi casa, estaba a gusto, aproveché para
limpiar el jardín, regar las flores. El día era luminoso, al fin y al cabo, se
casaban Zeus y Hera, no podría ser de otro modo. No lo hubieran permitido los
dioses.
Entré para algo, ya ni recuerdo qué. De pronto, escuché la
voz. Creo que se escuchó en toda la Tierra. “¡Quelonaaaaaaa! ¿Te atreves a
desobedecerme? ¿Acaso no me respetas?” Asomé, apenas, la cabeza por la puerta,
con más miedo que otra cosa, sabía perfectamente de quién era esa voz.
“Zeus -dije casi en un murmullo- no es porque no te respete
que no haya ido a tu boda, es porque estoy tan cómoda, estoy tan feliz cuando
me quedo en casa…”
No terminé la frase, porque aquella voz no dejó que
siguiera: “¿Estás cómoda en tu casa?, ¿estás feliz en ella?, ¿no quieres salir
de esa cabaña de piedra? ¡Bien! Hoy es día de fiesta, ¡te concederé tu deseo!
No vas a salir nunca más… A donde vayas te acompañará.”
¿Mi deseo? ¿Qué deseo? Ni tiempo me dio para decirle que yo
no había deseado nada, sólo había dicho que estaba feliz en mi casa, que no
necesitaba salir a buscar la felicidad fuera… Empecé a sentir que mis piernas
se agarrotaban, y mis dedos se volvían garras, mis brazos y mis piernas
salieron por las ventanas, mi cuello se alargaba y mis ojos se volvían saltones.
Cuando intenté moverme, noté el peso de la cabaña sobre mis hombros, y toda
ella se movió conmigo. Poco a poco, de forma pausada pude avanzar un paso y
otro, pero ya no pude correr más, ni saltar, mi casa me lo impedía.
Ahora soy esta, la tortuga que estáis viendo ahí, en el
terrario del zoo.
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