martes, 14 de julio de 2020

Quelona

Si hay textos que nunca dejan de atraer son los mitos.
Cuando el mundo era niño y joven, los mitos sirvieron para explicar por qué existen las estaciones, o por qué hay rayos, temas muy transcendentales como la vida y la muerte, o simplemente, cómo aparecieron las arañas o cómo se originó el vino. Quizás muchas de las adaptaciones han perdido su vinculación con la religión y el pensamiento, pero el mensaje sigue vigente. Incluso, aparecen nuevos mensajes, muchas veces incorporados por el propio adaptador.
Este mito que vamos a contar ahora, no es de los más conocidos, pertenece al ciclo en los que participan los grandes dioses olímpicos, aunque sea en un segundo plano. Pertenece a una antología en la que los propios protagonistas nos cuentan qué les sucedió, Con voz propia.
Quelona era una ninfa griega y ella misma nos narra su historia, a través de Inmaculada Manzanares.
El texto, ya lo sabe ella, está dedicado a Gabi Casalins, recordando a Antigua Pasolento.

Quelona

Yo una vez fui joven y bella, no es que esas dos cualidades tengan que coincidir siempre, pero en mi caso, sí era así. Es más, cuando yo era joven y bella, todo era joven y bello. El mundo era fresco y radiante. Las ninfas corríamos por el bosque, saltábamos en las praderas y jugueteábamos en los reflejos azules de los lagos.

Junto a uno de esos lagos estaba mi cabaña hecha de piedras, con cuatro pequeñas ventanas redondas y con techo de paja. Era suficiente para mí. No me gustaban los lujos ni me maravillaban las ostentaciones de poder y fama que hacían los dioses cuando visitaban nuestras tierras. Evitaba las fanfarrias de los sátiros detrás de Pan. Algunas de mis compañeras decían a mis espaldas: “Mirad, ahí va la engreída Quelona, ¿quién pensará que es? Cree que está por encima de todas nosotras, que es superior a los dioses, ¡pobre infeliz!”

Se equivocaban, no era engreimiento por mi parte; simplemente, yo era dichosa con mi vida sencilla y tranquila. Respetaba a los dioses, aun, después de lo que me hicieron, sigo respetándolos. Pero, en mi bosque, en mi trozo de tierra junto al lago, en mi casa estaba todo lo que yo quería.
Era feliz.
Un día todo cambió.

En el bosque se extendió la noticia. Los sátiros se lo contaban a todos, las ninfas reían hablando de qué vestido llevarían, de las flores, de cómo iría vestida la novia, porque de eso se trataba. Iba a haber una boda. Zeus se casaba con Hera. A mí, personalmente, me parecía una fiesta innecesaria, ¿es que Hera no conocía a Zeus? Llevaban años, ¿qué digo años?, ¡siglos terrestres!, juntos, y, desde el primer momento, él le fue infiel. Pero los dioses del Olimpo aprovechan cualquier circunstancia para festejar, para mostrarles a todos sus riquezas, sus poderes. Desde el primer momento me hice la despistada, como si no me hubiera enterado de nada.

Zeus pidió que todos los seres vivientes fuéramos al enlace, no quería que hubiera duda de que se casaba, quería que todos le rindiéramos pleitesía por aquel motivo. Envió la invitación a todos. Hermes, el mensajero, fue uno por uno recordándole que tenía que asistir porque esa era la voluntad del dios de dioses.

Y llegó hasta mi cabaña, yo me escondí, me metí dentro, no quería ser invitada para no tener que rehusar. “¡Quelona, Quelona, no te escondas! ¡Sé que estás ahí! ¡Te traigo la invitación para la boda de mis divinos padres!”
“No, no iré, no me gusta salir de casa, no me gustan las fiestas de los dioses, quiero seguir viviendo tranquila con mi sencilla vida”
Hermes hizo un gesto de asombro, pero tenía mucho trabajo aquella mañana, se limitó a decirme “Allá tú.”

El día señalado, el bosque quedó en silencio, hasta los pájaros habían ido al Olimpo. Yo, en mi casa, estaba a gusto, aproveché para limpiar el jardín, regar las flores. El día era luminoso, al fin y al cabo, se casaban Zeus y Hera, no podría ser de otro modo. No lo hubieran permitido los dioses.
Entré para algo, ya ni recuerdo qué. De pronto, escuché la voz. Creo que se escuchó en toda la Tierra. “¡Quelonaaaaaaa! ¿Te atreves a desobedecerme? ¿Acaso no me respetas?” Asomé, apenas, la cabeza por la puerta, con más miedo que otra cosa, sabía perfectamente de quién era esa voz.
“Zeus -dije casi en un murmullo- no es porque no te respete que no haya ido a tu boda, es porque estoy tan cómoda, estoy tan feliz cuando me quedo en casa…”
No terminé la frase, porque aquella voz no dejó que siguiera: “¿Estás cómoda en tu casa?, ¿estás feliz en ella?, ¿no quieres salir de esa cabaña de piedra? ¡Bien! Hoy es día de fiesta, ¡te concederé tu deseo! No vas a salir nunca más… A donde vayas te acompañará.”

¿Mi deseo? ¿Qué deseo? Ni tiempo me dio para decirle que yo no había deseado nada, sólo había dicho que estaba feliz en mi casa, que no necesitaba salir a buscar la felicidad fuera… Empecé a sentir que mis piernas se agarrotaban, y mis dedos se volvían garras, mis brazos y mis piernas salieron por las ventanas, mi cuello se alargaba y mis ojos se volvían saltones. Cuando intenté moverme, noté el peso de la cabaña sobre mis hombros, y toda ella se movió conmigo. Poco a poco, de forma pausada pude avanzar un paso y otro, pero ya no pude correr más, ni saltar, mi casa me lo impedía.

Ahora soy esta, la tortuga que estáis viendo ahí, en el terrario del zoo.


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