En este día de reyes, en el que sentimos la presencia de "Los Magos", nuestro amigo y colaborador, Adrián Ferrero nos dona su semblanza sobre una gran maga, Liliana Bodoc. ¡Hermoso regalo para encontrar esta mañana dentro de nuestros zapatos y salir con ellos dos a vuelo de dragón!
(Foto de Adriana Martinetti)
“Liliana Bodoc: dragona indudable”
por Adrián Ferrero
Es cierto. Había habido otras mundanzas. Los veranos en Santa Fe eran
tórridos, por lo tanto, poco proclives para fomentar el esparcimiento. Uno
parecía desvanecerse en medio de ese aire que quemaba literalmente el rostro,
las pestañas se achicharraban cuando salía a hacer los mandados y cruzaba a la
vereda del sol. Las verduras se echaban a perder tan pronto como un suspiro.
Las flores se marchitaban como si uno las odiara. El mundo era una marmita
cruel en la que uno se hervía para ser el caldo de un dragón hambriento. “Ah,
los dragones. Los primeros dragones en los que he pensado en esta tierra de
polvo y fuego. Se los debo a estas siestas de lava y azufre”.
“El calor acre de Santa Fe es el fuego”,
se dijo. Y luego el pensamiento en torno de los cuatro elementos del globo:
tierra, aire, agua, fuego”. “El fuego. El fuego es la sustancia primordial que
ilumina pero también cuece las habas, abriga del frío, carga la punta de las
flechas de la primera hilera de guerreros en una batalla, moldea los metales en
una fragua (lo que permite tallar la espada y los cuchillos, las armas primordiales
de la guerra), dar forma a las armaduras, a las herraduras de los caballos
moros”. “El agua. Arrasa con la mugre. Refresca las cabelleras negras de una
gitana que se ha extraviado y ha caminado mucho, cuando el calor aprieta.
Permite que naveguen las naves que se marchan con rumbo al Reino de los
Dragones”. Porque en efecto, el agua es cierto que puede apagar al fuego. Pero
puede disponer las cosas para que quienes van conducir las naves se dirijan
rumbo a la Tierra de los Dragones. Puede dar de beber a los Dragones sedientos.
Puede ser la sustancia que sostenga a las barcas de doce remos que conduzcan al
Reino de los Dragones. Ese lugar en el que se refugian de las torturas o las
lastimaduras que les han ocasionado los flechazos de los hombres inescrupulosos.
Del fuego con el que otros pretenden quemarlos en una gran hoguera en un Ritual
Malvado. Porque el fuego, la gran arma de los Dragones, puede ser también lo que
incinere sus vientres. El Universo del fuego es el universo de lo que se derrite
pero también de lo que defiende al Bien y de lo que construye. Cada uno de los
elementos es bueno o es malo según quién sea el que sirva de ellos. Según lo
que haga con esas sustancias (pensó ella, mientras pasaba la plancha a un
doblez a la camisa de su padre y se quemaba el dedo índice). En ese momento
pensó en el fuego de los Dragones. Y no supo por qué en una de ellas en
particular. Miró la leche sobre la mesa, en un gran vaso de vidrio de una
transparencia inaudita.
En Mendoza en las acequias fluía la materia líquida en la que acababa de
pensar. Pero existen allí los templos del saber, los Monasterios gobernados por
hombres instruidos, que en ocasiones generan en quienes se aventuran en sus
confines, conflictivas relaciones porque comprenden que lo que leen no es lo
que aspiran a escribir o lo que leen es lo que no les interesa escribir (si
tienen una vocación tan intensa como la suya, a la medida del ópalo y el Fuego).
Y allí, entre las notas que les dictan los hombres instruidos, ella escribió su
propia profecía. “A ver…, a ver… CIELO LLENO
RELÁMPAGOS QUE RAJAN EN CINCO PARTES EL UNIVERSO ¿qué me revelarás? Cierta
noche veré una estrella blanca, que deberé desentrañar, señalará un rumbo que
la veleta de la cabaña me indicará si debo poner rumbo al Sur, la tierra en la
que habitamos los hombres y las mujeres elementales, como las cuatro sustancias
que mencioné”.
La Profecía que se había propuesto ella misma se cumplió. O se
cumpliría, mejor sería decir. Pasados cinco años de consultar Bibliotecas
llenas de polvorosos volúmenes, de escuchar a Maestros que le hablaban de
cartografías que no eran a las que ella quería ir, ni las ciencias de la alquimia
que tanto anhelaba, ni las que aspiraba a conocer, no las que quería atesorar
en su memoria, el gran día del adiós llegó. Y de ese adiós (en el que no
extrañó salvo a un maestro singular, que jamás le había mentido, y la había
hecho confiar en su propia pluma, prometiéndole cumpliera una profecía que él
le dictaba) llegó la bienvenida a este otro mundo. Un universo de vuelos de ruiseñores,
astros, batallas, fantasía encantatoria que no tenía parangón con nada del
Cielo ni la Tierra. Claro que luego llegaría ese libro… Un libro en el que ella
narraría las hazañas de un hombre que no era un Hombre. Un hombre que era mitad
hombre, mitad dios. Aquello no dejaba de ser un prodigio. Pudo por fin salir de
aquel templo que tenía mucho de monasterio con aroma a pis de roedor. Ella empezó
su camino. Un camino en el cual supo que su imaginación iba a crecer como de un
sembradío crece un Bosque Eterno. Porque eterna es la imaginación. Queda
guardada no solo en libros propios. Sino en actos ajenos. Era aquello por lo
que sentiría tal Pasión que nada podría detener, eso que no haría detener su
imaginación, que sería como el agua que fluye. Tanta pasión la devoraría como un cometa
devora la materia de un astro que envuelve con su Luz incandescente un cuerpo
celeste. Ella obtuvo el Manuscrito que la convertía por fin en Mujer Letrada,
al salir del monasterio. Cosa curiosa. No era ese el papel tras el que ella
andaba. Su gran secreto (y su gran don), era encontrar un papel y una lapicera
con tinta japonesa en la que escribir sus primeras fábulas sin moraleja.
Historias que no dijeran la verdad ni mintieran. “Cosa difícil”, se dirán
ustedes. En efecto, cosa difícil. Pero ella era mujer de arte. Y era mujer de
retos y desafíos. Y lo conquistó. Fue a partir de abandonar el monasterio en
que por fin pudo ser, en un momento trascendente, la Dama de los Dragones. Ella
no se puso un título. Ese es el que le pongo yo, ahora, en este preciso momento.
Porque ella es Mujer de Fuego, Mujer de Vuelo,
mujer que bebe agua de manantial o vertiente y se dirige a la tierra que ellos
habitan, mujer de aire, porque respira un aire muy puro. Debía olvidar lo que
había aprendido en aquel monasterio de polvo y tierra. De aroma a laucha. En esas
bibliotecas en las que se hablaba un idioma que no era el propio sino el de los
hombres que no conocen la Pasión salvaje del fulgor. Consultó entonces otras
bibliotecas. Armó la propia. Conoció a un escritor. Sí. Solo uno. Un escritor
que cambió su vida por completo. La sacudió. La despertó al leer sus gruesos
Libros (era por lo menos cuatro, anchos como el mar), la despabiló rumbo a una tierra
que ya nada detendría. Soñar por fin con alquimistas, druidas, Dragones,
fraguas, ejércitos, monedas, denarios y ese universo que la vida de una mujer
en medio de una ciudad apenas puede entrever. Supo (supieron con su marido
Antonio y sus hijos), después de vivir en esa enorme Capital desangelada llena
de miedos, una urdimbre de desencuentros, de personas egoístas que no se
prestaban ni los cospeles en medio de una Tormenta, que no estaba hecha para vivir
en ella. Sus hijos ya estaban grandes. Habían echado a volar como los Dragones
sobre los que ella les narraba cuentos por las noches. Había escrito muchos
Libros a esta altura de su vida. Era una mujer Letrada que había investigado
acerca de muchos temas, entre ellos las batallas los antiguos habitantes de esa
ciudad cuando aún no se se había siquiera edificado un mero cordón de vereda. Y
había inventado Libros acerca de temas o argumentos sobre los que no se puede
estudiar sino sobre los que solo cabe imaginar de modo desbordante, como un
jarrito de oro en el que burbujea un huevo de ópalo. Había ahora en el mundo Libros
imaginados por una Mujer que había creado mundos. Mundos para niños, mundos
para adultos, Mundos para jóvenes, Mundos para las personas que ella más
estimaba porque tenían mucha experiencia: los Ancianos. Muchos de ellos eran
muy sabios. Ahora sí sería la Señora de los Dragones. No lo decía por el Poder
que confiere semejante título o semejante dominio sobre un conjunto de seres alados.
Sino precisamente por ese motivo. Porque sería la Dueña de imaginar lo que se
le antojara. Y ella sentía especial inclinación por las Batallas y los
Dragones. También las Mujeres que usan cascos. Por el choque de las corazas, el
entrechocar de armar, los golpes de las armaduras. Especialmente los Dragones
que vuelan tan alto que no se distingue que son Dragones. O si son en la
imaginación de un niño un relámpago que ha irrumpido en el mundo dejando el
rastro de su estallido. Y si descubren que son Dragones que de pronto descienden
en vuelo rasante, salvan a alguien en problemas, y siguen de largo. Porque los
Dragones de la Señora de la Dragones no eran depredadores sino tan solo seres
alados, por lo general, es cierto, formaban Ejércitos, pero para colaborar con
los Ejércitos de la tierra que peleaban por el bien.
Ya con el deseo de partir de Buenos Aires varias dudas la asaltaban.
Algunas indignaciones. El cavilar de algunas noches. El insomnio. Ciertos
viajes que cada vez la hacían extrañar más a su familia. Hasta que un día le
dijo a Antonio porque lo había visto en una revista al pasar. Un rincón del
mundo en una revista de turismo en la sala de espera de su dentista:
-¿Y si nos vamos a El Trapiche? A la
Provincia de San Luis. Argentina es tan pura ahí. Sabés perfectamente que soy
capaz de imaginar lo que allí no exista.
Antonio asintió porque supo que ella era
mujer de Profecías. Y si profetizaba que ese sería el refugio perfecto, la
acompañaría. Porque sería el Destino indicado.
Y entonces fue que armaron las valijas
(una guardaba los sobados Libros Mágicos de aquel primer Autor), se despidieron
de sus hijos, no permitieron que nadie tocara la casa sino que quedara organizada
tal cual estaba para cuando tuvieran que ir a la Gran Ciudad por trámites,
gestiones, o trabajo. Incluso por conferencias o Ferias del libro. Ella, como
Mujer Letrada podía decir “sí” como decir “no” a una invitación. Si bien
también sabía guardar modales. No obstante, un par de ocasiones había perdido
la paciencia, indignada frente a un hipócrita que conocía. Era un caradura que pretendía
pasar por gozar de la virtud de la Bondad. Ella sabía que por detrás de la oreja
sabía escuchar secretos ajenos. Y luego hacerlos circular por el mundo.
Mientras juraba ser sincero estaba cruzando los dedos por detrás de su traje porque
juraba en vano, mentía. Incapaz como era de hacer una sola escena, ella cierta
vez se había levantado de la mesa cuadrada con cinco micrófonos en la que
debatían acerca de literatura de autoras del siglo XX en Argentina que habían
escrito libros con pájaros que cantaran al mismo tiempo que recogían la pata
trasera para remontar vuelo. Y entonces había dejado plantado a ese lagarto de
dos patas con la boca abierta como con los colmillos de un lobo mordiéndose a
sí mismo. Hombre conspirador, ni bien ella se marchó, comenzó a hacer correr
rumores acerca del motivo por el que había abandonado Buenos Aires.
El cielo fue ancho en la cabaña del Trapiche. Pero sobre todo por las
noches. Era un cielo que parecía un Mar. ¿Oyeron hablar del Mar Negro? Sí
oyeron. O algo parecido les habrá llegado de oídas. Quizás en alguna clase del
secundario. O en alguna Carta de los Hombres Sabios que luego se imprimen y
circulan por el mundo. En el Trapiche el Cielo esa noche era como el Lago
Escondido. O como un Lago Nahuel Huapi, donde dicen habita o habitó un Gran
Dragón de Agua.
Antonio dormía. Los dos eran madrugadores. Antonio se había retirado a dormir
más temprano de lo habitual. Pero estaba seguro de que ella estaría junto a él
pronto. Muy pronto. Él también era hombre de Profecías. En particular se las
había escuchado a ella. Y él había sido el primer depositario de tales
palabras. Ella las había dejado caer en sus oídos. Como se dejan caer las monedas
de oro. De modo que por ese mismo motivo no se preocupó de velar por ella. Por
otra parte: ¿Quién puede contra una Dragona?
Ella quedó por fuera de la cabaña. Sentada en el largo banco de madera
cedro. El mate en la diestra (si bien sabía que no era conveniente tomar mate a
esas horas). Tenía puesto un poncho color ladrillo porque sentía que ese día
era de construcciones. Había escrito toda la tarde hasta recién. Un libro muy
grueso. Le había dicho a Antonio: “Quisiera ser recordada por este libro”.
Miró al cielo. Miró a la estrella. “¿No es blanca?”. “¿No es una
estrella blanca?”. “¿No es pura?”, se repitió algo azorada. “Y parece
agitarse”. Se preguntó y se dijo según lo que iba viendo. En primer lugar no
solo miró. Sino que imaginó a partir de ese espectáculo. La estrella se
desplazaba. Y luego, a continuación, le pareció entrever no que se trataba de
una estrella. Sino una Dragona Blanca. La Dragona le susurró su nombre. Ella
estaba llena de preguntas pero las calló. La Dragona, que parecía una estrella
pero era una Dragona indudable. Brillaba por el fuego de su boca, lanzaba un
fuego como una llamarada del color de la espuma del mar, dio un vuelo rasante
junto a ella. La rozó con una de sus escamas, que cayó a sus pies. El percibió
ese sonido como la caída de una pluma. Y la Dragona se marchó. Ella apretó muy
fuerte entre sus manos esa escama. Luego la llevó a su pecho, contra el
corazón. Su latidos se aceleraron al contacto con ella. Sintió cómo la dotaba
de una nueva vida. Como si fuera un amuleto o un talismán. Y supo,
definitivamente supo, así como hasta ese momento había tenido la seguridad de
temperamento de lo que iba a escribir a continuación, que la Dragona Blanca
sería la próxima protagonista de su historia. de flechas y tierra colorada. Una
historia en cuatro Libros. Tan solo sería una temporada. Una larga Temporada. Sin
embargo, esa temporada se prolongó en muchas jornadas. Hasta el infinito.
Porque de la madrugada del pan, del mate por las mañanas, del vino de los
mediodías, del caldo de por las noches, finalmente llegó la historia que ella
sabía cómo debía seguir. Y también terminar antes de que terminara. Pero ella
seguiría escribiendo esa historia en las manos de un hombre. Un hombre que no
era tan menor que ella ni la superaba en edad. Un hombre que había leído sus
libros. Casi todos sus libros. Y releído varios. Él no había escuchado su voz.
Pero había leído una de sus profecías. En un diálogo por escrito. Habían,
digamos, mantenido una correspondencia un solo día. Era un hombre que también
era escritor. No solía escribir sobre Dragones. Pero sí sobre la Señora de los
Dragones. Mucho. Pero él encontraba muchos sentidos a los Dragones de ella. Y le
encontraba sentido a la personalidad coherente de ella. Y a sus principios. De
modo que aunque escribiera sobre otros temas, nada le costaba disfrutar de
escribir sobre la Señora de los Dragones. Hasta el hombre que era más joven
pero había dejado de ser un joven, pensó cierta noche: “¿Y si escribiera sobre
Dragones sin imitarla a ella?”. “¿Y si escribiera sobre Dragones sin imitar a
Nadie?”. Un “Nadie” genérico. Un “Nadie” que abarcara a todos los que habían
escrito sobre Dragones. Él no tenía en sus planes convertirse en un escritor
cuya obra estuviera protagonizada por Dragones Sagrados o por Magos.
Pero regresemos a ella, que es lo que cuenta en esta historia. Escribió
de modo incesante hasta llegar a la conclusión de que debía hacer un Viaje. Y
de que era un Viaje que ella ya no escribiría. Antonio dormía. Se sentó cierta noche
sobre una montura (no les diré de qué, no les diré cómo, no les diré hacia
dónde marchó, tan solo se trataba de una pausa, de un Paréntesis, digamos, como
los que ella escribía en sus libros), y emprendió vuelo. Si miran hacia El Mar
Negro la encontrarán, como cometa incandescente, dejando su estela marina en el
medio de un cielo de fuego. La montura no vacila jamás. Ella es una mujer de
batallas para la paz. Y solo se trata de esperar. Ella esperará. Nosotros
esperaremos. Yo, al menos, soy capaz de aguardar, paciente, a que la Profecía
que escribí en mi propio Monasterio (uno parecido al suyo pero en otra parte
del Globo), me conduzca hacia ese tiempo y ese espacio que tiene un nombre que
no pronunciaré porque cada uno lo bautiza a su manera. Yo sé cuál es el nombre
que le doy. Eso me basta. Guardo la espada. No soy tan viejo ni tan joven.
Probablemente como ella cuando subió a su montura. Envaino la espada. Subo a mi
montura. Sé qué montura es pero no les diré cuál. Imagínenlo. No es tan difícil
después de todo. Para eso existe la literatura. Para jugar. Ficción. Para
pensar el mundo hecho a nuestra medida. Sé que en el Globo de la Tierra y en el
Globo del Aire (dos sustancias elementales), se están librando batallas. Ahora
me seguirá tocando librar la mía. Salgo a mi jardín. A mi propio jardín de
verano. He dejado los asuntos en orden antes de marcharme. Estoy en mi montura,
en la puerta de mi cabaña, tan, tan lejos de la que fue la suya. Y ella de
pronto apoya su espada sobre mi hombro. Se me hiela la sangre ¿Una suerte de
bautismo? Me dice algo al oído. No entiendo muy bien qué es. Es como una
pequeña música nocturna. Una melodía de la noche. Pero confío en ella. No
importa que no entienda. Sus Profecías siempre su cumplen. Yo no soy hombre de
profecías. De pronto de su montura sale un fuego que le ilumina el rostro y la
distingo con claridad por fin. Distingo sus facciones. Yo no soy viejo ni soy
joven. Es una buena edad para echar a volar. Para echar a volar habiéndolo hecho
todo a su debido tiempo. O habiéndolo escrito todo. (mi forma de haberlo
hecho). Escribir es mi forma de vivir. Pego un soplido al velón que alumbra por
fuera mi casa. Y remontamos vuelo.
Adrián Ferrero, La
Plata, madrugada del 4 de enero de 2022