Adrián Ferrero nos acerca este análisis del texto del escritor argentino Héctor Tizón, texto, por otra parte, muy recomendable para chicos de entre los once y trece años.
“
Por Adrián Ferrero
1.
¿Para una literatura menor?
“De todos los desafíos que en mi vida he padecido como escritor –entre los que no estuvo ausente, por supuesto, el de hacer de negro o escribir para que otro firmara, con todas las demás variantes que deparan las necesidades y el hambre-, el más difícil para mí ha sido aquél de escribir un relato para niños no tan pequeños. Y no refutaré a nadie que pretenda sostener que he fracasado en el intento” (Tizón, 1997, pág. 58). Dentro de este paratexto, incluido al final del cuento publicado por Editorial Sudamericana en 1997 (Colección Pan Flauta dirigida por Canela), quedan expuestas algunas de las incertidumbres, premisas, problemas, resistencias y reticencias que aquellos autores que han dado a la imprenta en su mayoría textos “para adultos”, experimentan desde el desaliento hasta el pavor, al afrontar la escritura de ficciones “para niños”.
No es cierto que escribir sea una práctica
social en la cual sea posible dividir fronteras netas, trazar horizontes
discursivos y de significación social en los cuales los públicos respondan a
patrones y dinámicas demasiado estables. Como señalaban los formalistas rusos,
en especial Juri Tinianov, lo que en un momento de
Así, El
viaje, de Héctor Tizón, admite lecturas polisémicas por constituirse en un
discurso literario, sin sentidos estrictamente fijados y pautados, pero también
porque su horizonte cultural es móvil, cambiante, organizado según patrones
dinámicos de inteligibilidad. Leer no es organizar sentidos y plasmar formaciones
discursivas definitivas. Leer es ante todo una práctica social donde saberes
previos se articulan con operaciones socioculturales complejas, históricas, del
presente, pero ambas se entreveran sin pretender trazar taxonomías
esencialistas.
Así, Tizón agrega: “Las mejores obras
aparentemente escritas para adultos, son también las mejor logradas para los
que no lo son aún, y me refiero por ejemplo a
En la mayoría de las autobiografías de
escritores y escritoras, también de entrevistas sobre el origen del oficio, hay
una escena que tiende a repetirse. Un niño o una niña, subrepticiamente leyendo
libros sustraídos de una biblioteca, de las que sus padres y maestros les prohíben sustraer cualquier
clase de obras literarias y, por lo tanto, son los primeros por los que se
sienten tentados de tomar. Es sabido que la mayor fuente de transgresión es la
represión y la inhibición de patrones de conducta. Esa escena de lectura suele
ser “de comienzos”, identifica un ritual, configura un despertar de la
vocación, pero también una escena de desobediencia, de resistencia ante la
normalización de los sujetos de cultura a una edad en la que dichas categorías no
son admitidas por alguien en formación, alguien insumiso. Hasta aquí algunos
apuntes sobre el largo y acalorado debate entre qué es y qué no es literatura
infantil, siempre abierto por cierto, por momentos de modo perenne, entre la
necesidad descriptiva y el desprejuicio con que cualquiera que toma un libro
aborda desinteresadamente la ficción narrativa en busca de algo más que
universos alternativos. En el caso de esa “escena de lectura” de insurrección,
de naturaleza inaugural, como dije, se juega mucho más que un comienzo. Se
juegan rasgos identitarios que serán fundamentales para el futuro lector de ese
sujeto de cultura. Que eventualmente puede que sea un futuro escritor. Por eso
mismo ha narrado “su escena”. De sustracción de un libro para, de modo
inconsulto, comenzar su lectura prohibida.
2. El viaje como ficción del
autoconocimiento.
Todo viaje supone una errancia, un punto
de partida y un destino hacia el cual arribar y se procura alcanzar pese a los
obstáculos. Tal vez admita algunas transiciones, pausas o detenciones antes de
su arribo definitivo a un puerto en el que descansar considerado como un hogar
o acaso como un destino. Como ese puerto en el que se anhela, de una vez por
todas, fondear.
Como es sabido, muchas de las ficciones
fundacionales de Oriente y Occidente se organizan en torno de desplazamientos
espaciales en el marco de una toponimia singular, fluvial, marítima o
terrestre. En ellas ocupa un rol central en el orden de la trama el movimiento
pero sobre todo aquello que en ese tránsito de un punto de partida a un punto
de llegada (en ocasiones llenos de peligros) tiene lugar. No sólo en tanto que
movimiento geográfico, que desplazamiento, que movimiento sino también en una
relación paralela y simultánea con la dimensión del tiempo. El viaje, por
añadidura, cobra relevancia asimismo en tanto que incita y promueve una serie
de prácticas y sucesos inherentes a su misma ejecución: la búsqueda de un
destino, los preparativos, ¿un mapa?, disponer de objetos a la mano para estar
munidos de lo necesario durante ese itinerario.
No otra cosa despliegan
Podríamos mencionar, entre otras
experiencias estables del viaje, la convivencia más o menos extensa en un
espacio circunscripto dentro del cual un grupo de personas (por lo general
entre pares, pero no exclusivamente, como veremos) transita un espacio, las
relaciones jerárquicas, el encierro, los peligros, la claustrofobia en un medio
de transporta (llevada, naturalmente, a su extremo más descabellado, pero que
es una situación de confinamiento que tiene lugar), la comunión entre varones, por
lo general la ausencia de mujeres, las esperanzas, la desesperanza, las expectativas,
los temores que en ese viaje se despliegan como un horizonte emotivo que un
viaje supone en lo relativo a las incertidumbres.
Descifrar, entonces, un texto que se
desenvuelve en el orden de lo traslaticio supone ratificar la serie estable de
rasgos propios de todo itinerario, pero al mismo tiempo apuntar las propias notas
características de dicho viaje tal como se articula en el universo ficcional
particular de dicho texto. Valor paradigmático del viaje en tanto que género
textual (pensemos en ficciones culturales tales como los diarios de viajes, los
viajes etnográficos, los diarios de vuelo, los diarios de los naturalistas,
entre otras tipologías textuales); valor de un viaje en el orden de lo
ficcional en tanto resulta exponente de dicha subtipología; valoración de la
interpretación de una ficción, en este caso la de Héctor Tizón, que se
inscribe, que no está sola, como dije, sino pertenece a un corpus del pasado al
cual se integra. A una tradición intertextual implícita para el este caso.
Dentro de la producción narrativa de
Héctor Tizón, el presente texto dirigido al público infantil y juvenil, es sin
embargo de un nivel de intensidad y de una condensación de sentidos, que
constituye, en sus palabras, un desafío fuertemente pregnante a su oficio, tal como
lo apuntáramos. Su lectorado, no obstante, no tiene por qué sentir ese
obstáculo, ni siquiera sospecharlo. Se trata más de un reparo “de autor”, y
naturalmente de una puesta en juego de una “estrategia de autor” a posteriori de que el cuento haya sido
escrito y en tanto que Tizón como lector de sí mismo, en abismo, da cuenta de las
resistencias que este material le ofreció desde su génesis y desde su escritura.
Lo que sí suma este paratexto es la zozobra de Tizón por no poder proseguir
produciendo textos de este subgénero (el de la ficción del viaje) en un inminente
futuro próximo, un momento único en el seno de su proyecto creador, según su
testimonio. Ello no es sinónimo, claro está, de que el tópico del viaje
permanezca ajeno al resto de su obra (más bien todo lo contario). Más bien a
confirmar la unidad de una poética. Pero postulo precisamente algunos matices
en torno de la declaración de Tizón: considero que este texto infantil es
posible gracias a todas las ficciones “de viaje” de las que él ha sido autor
(que son muchas), de las cuales ha tomado indudablemente elementos constructivos
tanto connotativos como denotativos. Y
de las cuales ha echado mano a la hora de su escritura. Quiero decir: El viaje se integra a la constelación de
una poética compleja en el marco de la cual los viajes ya eran un leitmotiv
cuando él acometió esta en particular. Motivo por el cual a Tizón no le resulta
un marco de referencia inexplorado. Más bien, por el contrario, profundiza en
una zona de su poética.
Las
ficciones narrativas de Héctor Tizón, ricas en matices, variaciones y reflexiones
novedosas en lo relativo a técnicas y procedimientos narratológicos, se
asentaban primordialmente en la representación literaria del espacio singular de
Tizón ha estado siempre atento en su
ficción anterior y posterior a este libro de
Si un viaje constituye siempre una
posibilidad de acceso a nuevas experiencias, a nuevos encuentros con ambientes
y quienes los habitan, también lo es a nuevos espectáculos. A aportar nuevas
expectativas y tentativas por combinar una socialización o un gregarismo siempre
conflictivos, como lo es, en este caso, el estar a bordo durante un tramo
extenso y una temporalidad igualmente larga, con la concordia que supone el
dirigirse a un destino, a un destino común a muchos sujetos que lo anhelan.
Si el viaje ha sido en Occidente uno de los
temas más socorridos, en especial una representación social de su ficción
fundacional, ello no es casual. Tiene que ver con que las batallas que se
libraban para la conquista y la anexión de nuevos territorios suponían
desplazamientos temporales y espaciales conjuntos, por lo general bélicos, en
los cuales grupos de varones, ávidos por ampliar sus fronteras y sus riquezas o
las canteras de materias primas, entablaban largas batallas por el acceso a
dichos productos. La decisión y la ambición de expandir los territorios hasta
ampliar los imperios y los reinos hacia nuevas zonas, era la gran empresa de
los gobernantes y emperadores de todos los tiempos. Tras el poder pero también
tras el deseo, esos viajes no eran viajes desinteresados sino viajes de profesionales
de la navegación y de la guerra de varones, legionarios o soldados alistados en
ejércitos o flotas listas para la guerra. Y, sin embargo, es cierto, toda otra
tradición vinculada al viaje como espacio del acceso al alimento para la
sobrevivencia. O, por motivos climáticos, lograr la posibilidad de otros más
benéficos para poblaciones que de otro modo hubieran sido arrasadas.
Nada más alejado que El viaje de Tizón de esa beligerancia o esa ambición. Por el
contrario, en su ficción “infantil” el viaje se realiza entre un abuelo, su
nieto, y un amigo de éste último. Tras las huellas del océano, desandan la
corriente fluvial de un río de
3. El viaje como ficción de la identidad
Ficción del placer en relación con el
disfrute de la amistad, del contacto intergeneracional provechoso, pero también
de advertencia, ese abuelo/capitán, que comanda la nave, como podría hacerlo un
capitán de una nave aérea, o intergaláctica por travesuras siderales (como en
otros casos sucede, en narraciones infantiles), o el maquinista entusiasta de
un tren, siempre intervienen en el relato decisivamente. Lo hacen para,
mediante intervenciones que dirigen orientativamente la acción, la ruta se mantenga, intacta. También, en ocasiones,
cuando del medioambiente se trata, de dejar sentados argumentos ecologistas, afirmando
que los espacios naturales están siendo devastados, avasallados y depredados
por el hombre. Es tarea de hombres atentos y despiertos defenderlos y
preservarlos de ese saqueo.
Al respecto señala el personaje del abuelo
en diálogo con su nieto.
“-Está lleno-dije yo. El río está lleno de peces.
-No le
pidamos más-dijo mi abuelo-. No es bueno pedir lo que no es necesario.
-¿A quién
le importa?
-Al
río-dijo. Ahora los asaremos aquí, entre las piedras” (Tizón, 1997, pág. 23).
El mensaje de protección y preservación de
la naturaleza supone no sólo no saquear sino tomar de un río, en este caso,
sólo lo indispensable para la subsistencia, no lo que conduzca hacia la
acrecentada ambición seductora. El niño renuncia a dicha desmesura merced a la
advertencia del abuelo no por en virtud de una prohibición, sino por un
fundamento. En ello estriba lo que termina por devenir convicción persuasiva.
El desenvolvimiento del viaje, como
desovillar un entramado armado a su vez como la figura en un tapiz, permite la
excusa perfecta para que los navegantes, amigos y parientes, funden nuevos
pactos de confianza y se autoperciban como subjetividades que, si bien están
separadas por sus respectivos roles, por edades de orden inexorable, también
están unidas por lo más primordial de los afectos, entre ellos, entre ellos y
la experiencia del viaje, entre ellos y la naturaleza que los cobija. Y, por
supuesto, por la lealtad. Motivo de más para velar por estos lazos. Pero, sobre
todo, hay algo mucho más profundo que al lector no escapa: por la condición
humana. La cercanía de los vínculos, la solidaridad entre pares, el
colaborativo acento puesto en los diálogos, son el indicio más o menos perceptible
de la celebración de dicha condición.
Pescar, remar, asar peces, comerciar con
aborígenes, no dejarse tentar en vano por objetivos superfluos o anodinos,
organizan una triangulación en la cual la comunión de varones confirma su
autenticidad y radicalmente se pone de manifiesto en lo cotidiano: el dormir,
el comer, el reposo, las percepciones sensibles del río por el que transitan
acompañados.
Antes de llegar al océano, puerta definitiva
del viaje, pero también puerta que se cierra tras los personajes, que a partir
de ese momento se separan, el abuelo, agonizante, enferma y muere. Los amigos
se dispersan. La muerte del abuelo no hace sino provocar la consternación en los
niños en su momento pero también es lo que permite cumplir la promesa de un hombre
mayor que ha vaticinado un acontecimiento futuro de naturaleza trascendente. El abuelo
muere como muere una etapa de la vida de todo hombre, como fenece, también, una
temporalidad de la Historia. Para que un tejido necrosado renazca o resucite.
Dice el texto:
“-El
narrador no habló durante un momento. Tampoco nos miraba ni miraba nada que
pudiera verse. Y luego dijo:
-Nada de
eso. Para mí será como el fin. Para ustedes el comienzo. Les llevo mucha ventaja”
(Tizón, 1997, pág. 54).
Esta cita mediante una escena de la
despedida que también es estertor, por un lado, es cierto, cierra una etapa de
la vida de un hombre, indudablemente. Por el otro, abre la vida impetuosamente
para quienes la prosiguen, en la sangre y en la amistad, porque no solo les
lega esta suerte de mandato de felicidad inaudito, sino que les explica el
destino que le aguarda. Lean por favor sus palabras: “para mí será como el fin” (el subrayado es mío). No afirma de modo contundente, “para mí será el fin”. Sino que con ese reparo
que deja en claro en el diálogo, abre la puerta a otro viaje, ignoramos cuál
(pero que él seguramente sospecha) está a punto de dar comienzo.
Ficción de comienzos, ficción de clausuras
y de etapas, de cuñas en la vida y la particular flexión que se le imprime a una
faceta en la existencia de un sujeto o, mejor, de un grupo de sujetos interactuando
en distintas etapas de su formación o en el adiós al mundo, atravesados por una
temporalidad inexorable, los duelos, las añoranzas, el dolor, la vocación y el
amor hacia el semejante, los afectos familiares, el afecto hacia la amistad, El viaje resulta una vez más paradigmático.
Paradigmático de un tipo de ficción narrativa que el tiempo no ha erosionado
pese a los siglos. Paradigmático en cuanto al tipo de diálogo que entabla con
sus precedentes en este territorio de las ficciones y el que entablará con las
que le prosigan. Ficción ejemplar, por fin, en cuanto a lo que propositivamente
dispone: el cuidado amoroso de personas pero también de los espacios donde nos
desenvolvemos como tales.
El
viaje es una huella que será registrada por las próximas generaciones de
lectores según un hito imaginario en el crecimiento
hacia la solidaridad, principios esenciales para comprendernos como humanos. El
libro leído será atesorado en una biblioteca. Y de esa biblioteca entrará o
saldrá a voluntad, según el azar o determinadas circunstancias de destino.
Tizón ha escrito una ficción esencial pero
no esencializante. Ha desmenuzado aquello que a los humanos nos es primordial merced
a un dispositivo narrativo antiquísimo como lo es el del viaje. Una unidad
narrativa que atraviesa el espacio, que atraviesa simultáneamente el tiempo (temas
también presentes, cabe agregarlo, en sus ensayos, en particular el del espacio),
pero lo ha dotado de una flexión propia al aquerenciarlo a un espacio nacional,
regional, olvidado, de una Argentina precisamente olvidadiza de ciertos territorios.
Este gesto, habitual en Tizón, no hace sino confirmarlo en una poética por
sobre todo coherente. Un margen que él sitúa en el centro mismo de la acción,
también la reflexión.
Ficción de otra ficción, que es lo que
acontece por dentro de quienes viajan, donde fingiendo, como lo quería
Heráclito, que nos sumergimos en el mismo río, en verdad lo estamos haciendo todo
el tiempo en otros.
Ningún viaje es lineal. Es aquel en el que
aprendizaje y nuevas experiencias de lo esencial no nos amedrentan. Porque lo
hacemos acompañados de nuestros mayores. De aquellos quienes nos protegen. Pero
también nos alertan sobre nuestra condición ética y mortal. Dos dimensiones
pero también dos atributos sustantivos en el hombre y la mujer. Más aún, en dos
niños.
Río y mar, río y océano, se funden en su sustancia
acuática, se funden en un mismo curso, pero el sabor salobre o dulce de sus
aguas metaforiza, una vez más, la dislocación entre los cromatismos de la
experiencia vivida, entre el sinsabor y la dicha de la llegada, por fin
definitiva, a buen puerto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario