viernes, 4 de septiembre de 2020

“La Odisea de un viaje: el cuento infantil El viaje de Héctor Tizón” Por Adrián Ferrero

 

Adrián Ferrero nos acerca este análisis del texto del escritor argentino Héctor Tizón,  texto, por otra parte, muy recomendable para chicos de entre los once y trece años.


La Odisea de un viaje: el cuento infantil El viaje de Héctor Tizón”

 

Por Adrián Ferrero

 

Héctor Tizón

1.      ¿Para una literatura menor?

 

     “De todos los desafíos que en mi vida he padecido como escritor –entre los que no estuvo ausente, por supuesto, el de hacer de negro o escribir para que otro firmara, con todas las demás variantes que deparan las necesidades y el hambre-, el más difícil para mí ha sido aquél de escribir un relato para niños no tan pequeños. Y no refutaré a nadie que pretenda sostener que he fracasado en el intento” (Tizón, 1997,  pág. 58). Dentro de este paratexto, incluido al final del cuento publicado por Editorial Sudamericana en 1997 (Colección Pan Flauta dirigida por Canela), quedan expuestas algunas de las incertidumbres, premisas, problemas, resistencias y reticencias que aquellos autores que han dado a la imprenta en su mayoría textos “para adultos”, experimentan desde el desaliento hasta el pavor, al afrontar la escritura de ficciones “para niños”.


     No es cierto que escribir sea una práctica social en la cual sea posible dividir fronteras netas, trazar horizontes discursivos y de significación social en los cuales los públicos respondan a patrones y dinámicas demasiado estables. Como señalaban los formalistas rusos, en especial Juri Tinianov, lo que en un momento de la Historia puede no ser leído como texto literario en otro momento de esa misma Historia puede serlo en otra clave. Por citar un ejemplo: lo que fue la intimidad de una carta, en otro puede llegar a ser un monumento literario de naturaleza testimonial sin precedentes como fuente en virtud de su valor estético/expresivo. Comenzará un diálogo con el resto de la producción escrita de un escritor o escritora que se considerará a estas alturas de naturaleza intratextual. Todo depende de la relación, en términos de Tinianov, de la serie específicamente literaria con el resto de las series sociales, en particular la vinculada a lo estético/extraestético.

     Así, El viaje, de Héctor Tizón, admite lecturas polisémicas por constituirse en un discurso literario, sin sentidos estrictamente fijados y pautados, pero también porque su horizonte cultural es móvil, cambiante, organizado según patrones dinámicos de inteligibilidad. Leer no es organizar sentidos y plasmar formaciones discursivas definitivas. Leer es ante todo una práctica social donde saberes previos se articulan con operaciones socioculturales complejas, históricas, del presente, pero ambas se entreveran sin pretender trazar taxonomías esencialistas.

     Así, Tizón agrega: “Las mejores obras aparentemente escritas para adultos, son también las mejor logradas para los que no lo son aún, y me refiero por ejemplo a la Odisea” (Tizón, 1997, pág. 58). Tizón, entonces, toma partido ante la disputa entre tirios y troyanos, problematizando y yendo a uno de los grandes asuntos que han desvelado y siguen desvelando a la teoría de los géneros y a la teoría literaria. ¿Qué textos interpelan a los niños y niñas, esto es, a los lectorados? ¿Con qué textos se sienten involucrados los niños? ¿Cuáles los aburren y cuáles despiertan su apetito de ficción? ¿Qué textos les resulta convocantes y de cuáles se apartan, sintiéndolos ajenos? ¿Hacia qué horizonte se encamina y se ha encaminado la así llamada “literatura infantil” para atender a esa demanda? ¿Qué recursos es posible advertir como propios en un texto “infantil” y en otro que no lo es? ¿Los niños no deben leer más que textos publicados en colecciones especialmente diseñadas para ellos o pueden expandir el caudal de sus lecturas hacia otros? La literatura, por añadidura, tal como lo ha señalado Gilles Deleuze, conecta a la especie humana con la esencia de las cosas, con su dimensión suprasensible (Deleuze, 1989) y, por lo tanto, un texto literario antes de ser infantil o para adultos por sobre todas las cosas es un texto literario.

     En la mayoría de las autobiografías de escritores y escritoras, también de entrevistas sobre el origen del oficio, hay una escena que tiende a repetirse. Un niño o una niña, subrepticiamente leyendo libros sustraídos de una biblioteca, de las que sus padres  y maestros les prohíben sustraer cualquier clase de obras literarias y, por lo tanto, son los primeros por los que se sienten tentados de tomar. Es sabido que la mayor fuente de transgresión es la represión y la inhibición de patrones de conducta. Esa escena de lectura suele ser “de comienzos”, identifica un ritual, configura un despertar de la vocación, pero también una escena de desobediencia, de resistencia ante la normalización de los sujetos de cultura a una edad en la que dichas categorías no son admitidas por alguien en formación, alguien insumiso. Hasta aquí algunos apuntes sobre el largo y acalorado debate entre qué es y qué no es literatura infantil, siempre abierto por cierto, por momentos de modo perenne, entre la necesidad descriptiva y el desprejuicio con que cualquiera que toma un libro aborda desinteresadamente la ficción narrativa en busca de algo más que universos alternativos. En el caso de esa “escena de lectura” de insurrección, de naturaleza inaugural, como dije, se juega mucho más que un comienzo. Se juegan rasgos identitarios que serán fundamentales para el futuro lector de ese sujeto de cultura. Que eventualmente puede que sea un futuro escritor. Por eso mismo ha narrado “su escena”. De sustracción de un libro para, de modo inconsulto, comenzar su lectura prohibida.

 

2. El viaje como ficción del autoconocimiento.



 

     Todo viaje supone una errancia, un punto de partida y un destino hacia el cual  arribar y se procura alcanzar pese a los obstáculos. Tal vez admita algunas transiciones, pausas o detenciones antes de su arribo definitivo a un puerto en el que descansar considerado como un hogar o acaso como un destino. Como ese puerto en el que se anhela, de una vez por todas, fondear.

     Como es sabido, muchas de las ficciones fundacionales de Oriente y Occidente se organizan en torno de desplazamientos espaciales en el marco de una toponimia singular, fluvial, marítima o terrestre. En ellas ocupa un rol central en el orden de la trama el movimiento pero sobre todo aquello que en ese tránsito de un punto de partida a un punto de llegada (en ocasiones llenos de peligros) tiene lugar. No sólo en tanto que movimiento geográfico, que desplazamiento, que movimiento sino también en una relación paralela y simultánea con la dimensión del tiempo. El viaje, por añadidura, cobra relevancia asimismo en tanto que incita y promueve una serie de prácticas y sucesos inherentes a su misma ejecución: la búsqueda de un destino, los preparativos, ¿un mapa?, disponer de objetos a la mano para estar munidos de lo necesario durante ese itinerario.

     No otra cosa despliegan La Odisea de Homero, la Eneida de Virgilio o la épica nórdica (en sus míticas sagas), entre muchos otros  ejemplos, en los cuales el viaje no constituye una mera traslación, una locomoción más o menos primitiva, en distintos medios de transporte, sino que supone una serie de acontecimientos, de hitos, de marcos intratextuales e intertextuales que, precisamente, permiten, inhiben o crispan ciertas conductas. Me refiero a que un viaje supone una constelación de acciones e interacciones entre personajes, de aventuras inesperadas, otras de naturaleza neutral o bien de supervivencia en un contexto hostil, obstáculos, gratificaciones, momentos de ocio o incluso de tedio, de abnegación, de violencia, entre tantas, tantas otras variantes y variables. En este sentido, la admisión propositiva del viaje conjuga toda una serie de operaciones, transgresiones, avatares de la vida cotidiana de los humanos y los faculta para entrar en diálogo con otras experiencias del orden de “lo real”, no necesariamente realistas sino pueden ser de orden fabuloso (como monstruos) o maravilloso. Sin embargo, no se trata en el presente caso, en el cual el referente imaginario acude a la realidad más estricta en su versión convencional.

     Podríamos mencionar, entre otras experiencias estables del viaje, la convivencia más o menos extensa en un espacio circunscripto dentro del cual un grupo de personas (por lo general entre pares, pero no exclusivamente, como veremos) transita un espacio, las relaciones jerárquicas, el encierro, los peligros, la claustrofobia en un medio de transporta (llevada, naturalmente, a su extremo más descabellado, pero que es una situación de confinamiento que tiene lugar), la comunión entre varones, por lo general la ausencia de mujeres, las esperanzas, la desesperanza, las expectativas, los temores que en ese viaje se despliegan como un horizonte emotivo que un viaje supone en lo relativo a las incertidumbres.

     Descifrar, entonces, un texto que se desenvuelve en el orden de lo traslaticio supone ratificar la serie estable de rasgos propios de todo itinerario, pero al mismo tiempo apuntar las propias notas características de dicho viaje tal como se articula en el universo ficcional particular de dicho texto. Valor paradigmático del viaje en tanto que género textual (pensemos en ficciones culturales tales como los diarios de viajes, los viajes etnográficos, los diarios de vuelo, los diarios de los naturalistas, entre otras tipologías textuales); valor de un viaje en el orden de lo ficcional en tanto resulta exponente de dicha subtipología; valoración de la interpretación de una ficción, en este caso la de Héctor Tizón, que se inscribe, que no está sola, como dije, sino pertenece a un corpus del pasado al cual se integra. A una tradición intertextual implícita para el este caso.

     Dentro de la producción narrativa de Héctor Tizón, el presente texto dirigido al público infantil y juvenil, es sin embargo de un nivel de intensidad y de una condensación de sentidos, que constituye, en sus palabras, un desafío fuertemente pregnante a su oficio, tal como lo apuntáramos. Su lectorado, no obstante, no tiene por qué sentir ese obstáculo, ni siquiera sospecharlo. Se trata más de un reparo “de autor”, y naturalmente de una puesta en juego de una “estrategia de autor” a posteriori de que el cuento haya sido escrito y en tanto que Tizón como lector de sí mismo, en abismo, da cuenta de las resistencias que este material le ofreció desde su génesis y desde su escritura. Lo que sí suma este paratexto es la zozobra de Tizón por no poder proseguir produciendo textos de este subgénero (el de la ficción del viaje) en un inminente futuro próximo, un momento único en el seno de su proyecto creador, según su testimonio. Ello no es sinónimo, claro está, de que el tópico del viaje permanezca ajeno al resto de su obra (más bien todo lo contario). Más bien a confirmar la unidad de una poética. Pero postulo precisamente algunos matices en torno de la declaración de Tizón: considero que este texto infantil es posible gracias a todas las ficciones “de viaje” de las que él ha sido autor (que son muchas), de las cuales ha tomado indudablemente elementos constructivos tanto  connotativos como denotativos. Y de las cuales ha echado mano a la hora de su escritura. Quiero decir: El viaje se integra a la constelación de una poética compleja en el marco de la cual los viajes ya eran un leitmotiv cuando él acometió esta en particular. Motivo por el cual a Tizón no le resulta un marco de referencia inexplorado. Más bien, por el contrario, profundiza en una zona de su poética.

      Las ficciones narrativas de Héctor Tizón, ricas en matices, variaciones y reflexiones novedosas en lo relativo a técnicas y procedimientos narratológicos, se asentaban primordialmente en la representación literaria del espacio singular de la Puna argentina y su paisaje, más precisamente en el noroeste de nuestra patria y su fisonomía árida, agreste e inhóspita, fuertemente inclemente para quienes habitan en ella. Este rasgo se acentuaba más aún para quienes la visitan como turistas o trabajadores esporádicos,  quienes asisten a esa zona de la geografía argentina con una percepción del subdesarrollo y la precariedad institucional y económica regional como contexto endeble. La aridez, la subocupación, los sujetos migrantes ilegales, la subalternidad de ese espacio en el marco de la ausencia de federalismo, las transacciones irregulares, en ocasiones la justicia por mano propia, enmarcan un contexto hostil, curioso e insólito a la vez para un habitante urbano, quien tiende a asistir a ese espectáculo con reparos pero también con fascinación  y connotándolo negativamente porque se siente inerme frente a él, en tanto que panorama pauperizado, donde ni el lujo ni las atracciones sociales o paisajísticas favorecen las expediciones en busca de aventuras estilizadas de la belleza, ni acaso el pintoresquismo.

     Tizón ha estado siempre atento en su ficción anterior y posterior a este libro de 1998, a evitar incurrir en el realismo estereotipado y plagado del lenguaje cristalizado de los clichés, del localismo, de un folklorismo paralizante de la renovación literaria, sino repetitiva, propios, sí, de otras regiones de América Latina. Las resonancias de Juan Rulfo, uno de sus maestros y mentores, organizan un sistema de lecturas y de escritura en el que innovación formal, espacio subalterno (como dije) y amor a la naturaleza dan cuenta del universo de las percepciones en el seno de su poética. Ello arroja por resultado una obra deslumbrante y de un lirismo áspero. Tizón no esquiva el diálogo de su lector con los desocupados, los migrantes ilegales, la violencia política y de clase, tampoco las de etnia o raza. Por el contrario, pone en evidencia dichas batallas escenificándolas y denunciando mediante una toma de partido evaluativamente resistente a ideologías autoritarias y de exclusión social. Me atrevería a decir que hasta pone el acento en ellas, para subrayarlas como lo que son: ilegítimas. Su narrativa, mediante estrategias ficcionales, buscará operaciones de inclusión social en lo simbólico, desenmascarando la inequidad, la violencia material y semiótica propia de un espacio cultural de dominación hacia otro dominado. Y la falta de voz de los desterrados de los sistemas liberales y neoliberales.

     Si un viaje constituye siempre una posibilidad de acceso a nuevas experiencias, a nuevos encuentros con ambientes y quienes los habitan, también lo es a nuevos espectáculos. A aportar nuevas expectativas y tentativas por combinar una socialización o un gregarismo siempre conflictivos, como lo es, en este caso, el estar a bordo durante un tramo extenso y una temporalidad igualmente larga, con la concordia que supone el dirigirse a un destino, a un destino común a muchos sujetos que lo anhelan.

    Si el viaje ha sido en Occidente uno de los temas más socorridos, en especial una representación social de su ficción fundacional, ello no es casual. Tiene que ver con que las batallas que se libraban para la conquista y la anexión de nuevos territorios suponían desplazamientos temporales y espaciales conjuntos, por lo general bélicos, en los cuales grupos de varones, ávidos por ampliar sus fronteras y sus riquezas o las canteras de materias primas, entablaban largas batallas por el acceso a dichos productos. La decisión y la ambición de expandir los territorios hasta ampliar los imperios y los reinos hacia nuevas zonas, era la gran empresa de los gobernantes y emperadores de todos los tiempos. Tras el poder pero también tras el deseo, esos viajes no eran viajes desinteresados sino viajes de profesionales de la navegación y de la guerra de varones, legionarios o soldados alistados en ejércitos o flotas listas para la guerra. Y, sin embargo, es cierto, toda otra tradición vinculada al viaje como espacio del acceso al alimento para la sobrevivencia. O, por motivos climáticos, lograr la posibilidad de otros más benéficos para poblaciones que de otro modo hubieran sido arrasadas.

     Nada más alejado que El viaje de Tizón de esa beligerancia o esa ambición. Por el contrario, en su ficción “infantil” el viaje se realiza entre un abuelo, su nieto, y un amigo de éste último. Tras las huellas del océano, desandan la corriente fluvial de un río de la Mesopotamia argentina. Deslizándose entre mareas, los afectos se desbordan como el agua misma de un torrente.

 

3. El viaje como ficción de la identidad

 

     Ficción del placer en relación con el disfrute de la amistad, del contacto intergeneracional provechoso, pero también de advertencia, ese abuelo/capitán, que comanda la nave, como podría hacerlo un capitán de una nave aérea, o intergaláctica por travesuras siderales (como en otros casos sucede, en narraciones infantiles), o el maquinista entusiasta de un tren, siempre intervienen en el relato decisivamente. Lo hacen para, mediante intervenciones que dirigen orientativamente la acción, la ruta se  mantenga, intacta. También, en ocasiones, cuando del medioambiente se trata, de dejar sentados argumentos ecologistas, afirmando que los espacios naturales están siendo devastados, avasallados y depredados por el hombre. Es tarea de hombres atentos y despiertos defenderlos y preservarlos de ese saqueo.

     Al respecto señala el personaje del abuelo en diálogo con su nieto.
“-Está lleno-dije yo. El río está lleno de peces.

-No le pidamos más-dijo mi abuelo-. No es bueno pedir lo que no es necesario.

-¿A quién le importa?

-Al río-dijo. Ahora los asaremos aquí, entre las piedras” (Tizón, 1997, pág. 23).

     El mensaje de protección y preservación de la naturaleza supone no sólo no saquear sino tomar de un río, en este caso, sólo lo indispensable para la subsistencia, no lo que conduzca hacia la acrecentada ambición seductora. El niño renuncia a dicha desmesura merced a la advertencia del abuelo no por en virtud de una prohibición, sino por un fundamento. En ello estriba lo que termina por devenir convicción persuasiva.

     El desenvolvimiento del viaje, como desovillar un entramado armado a su vez como la figura en un tapiz, permite la excusa perfecta para que los navegantes, amigos y parientes, funden nuevos pactos de confianza y se autoperciban como subjetividades que, si bien están separadas por sus respectivos roles, por edades de orden inexorable, también están unidas por lo más primordial de los afectos, entre ellos, entre ellos y la experiencia del viaje, entre ellos y la naturaleza que los cobija. Y, por supuesto, por la lealtad. Motivo de más para velar por estos lazos. Pero, sobre todo, hay algo mucho más profundo que al lector no escapa: por la condición humana. La cercanía de los vínculos, la solidaridad entre pares, el colaborativo acento puesto en los diálogos, son el indicio más o menos perceptible de la celebración de dicha condición.

     Pescar, remar, asar peces, comerciar con aborígenes, no dejarse tentar en vano por objetivos superfluos o anodinos, organizan una triangulación en la cual la comunión de varones confirma su autenticidad y radicalmente se pone de manifiesto en lo cotidiano: el dormir, el comer, el reposo, las percepciones sensibles del río por el que transitan acompañados.

    Antes de llegar al océano, puerta definitiva del viaje, pero también puerta que se cierra tras los personajes, que a partir de ese momento se separan, el abuelo, agonizante, enferma y muere. Los amigos se dispersan. La muerte del abuelo no hace sino provocar la consternación en los niños en su momento pero también es lo que permite cumplir la promesa de un hombre mayor que ha vaticinado un acontecimiento  futuro de naturaleza trascendente. El abuelo muere como muere una etapa de la vida de todo hombre, como fenece, también, una temporalidad de la Historia. Para que un tejido necrosado renazca o resucite. Dice el texto:

“-El narrador no habló durante un momento. Tampoco nos miraba ni miraba nada que pudiera verse. Y luego dijo:

-Nada de eso. Para mí será como el fin. Para ustedes el comienzo. Les llevo mucha ventaja” (Tizón, 1997, pág. 54).

     Esta cita mediante una escena de la despedida que también es estertor, por un lado, es cierto, cierra una etapa de la vida de un hombre, indudablemente. Por el otro, abre la vida impetuosamente para quienes la prosiguen, en la sangre y en la amistad, porque no solo les lega esta suerte de mandato de felicidad inaudito, sino que les explica el destino que le aguarda. Lean por favor sus palabras: “para mí será como el fin” (el subrayado es mío).  No afirma de modo contundente, “para mí será el fin”. Sino que con ese reparo que deja en claro en el diálogo, abre la puerta a otro viaje, ignoramos cuál (pero que él seguramente sospecha) está a punto de dar comienzo.

    Ficción de comienzos, ficción de clausuras y de etapas, de cuñas en la vida y la particular flexión que se le imprime a una faceta en la existencia de un sujeto o, mejor, de un grupo de sujetos interactuando en distintas etapas de su formación o en el adiós al mundo, atravesados por una temporalidad inexorable, los duelos, las añoranzas, el dolor, la vocación y el amor hacia el semejante, los afectos familiares, el afecto hacia la amistad, El viaje resulta una vez más paradigmático. Paradigmático de un tipo de ficción narrativa que el tiempo no ha erosionado pese a los siglos. Paradigmático en cuanto al tipo de diálogo que entabla con sus precedentes en este territorio de las ficciones y el que entablará con las que le prosigan. Ficción ejemplar, por fin, en cuanto a lo que propositivamente dispone: el cuidado amoroso de personas pero también de los espacios donde nos desenvolvemos como tales.

     El viaje es una huella que será registrada por las próximas generaciones de lectores según un  hito imaginario en el crecimiento hacia la solidaridad, principios esenciales para comprendernos como humanos. El libro leído será atesorado en una biblioteca. Y de esa biblioteca entrará o saldrá a voluntad, según el azar o determinadas circunstancias de destino.

     Tizón ha escrito una ficción esencial pero no esencializante. Ha desmenuzado aquello que a los humanos nos es primordial merced a un dispositivo narrativo antiquísimo como lo es el del viaje. Una unidad narrativa que atraviesa el espacio, que atraviesa simultáneamente el tiempo (temas también presentes, cabe agregarlo, en sus ensayos, en particular el del espacio), pero lo ha dotado de una flexión propia al aquerenciarlo a un espacio nacional, regional, olvidado, de una Argentina precisamente olvidadiza de ciertos territorios. Este gesto, habitual en Tizón, no hace sino confirmarlo en una poética por sobre todo coherente. Un margen que él sitúa en el centro mismo de la acción, también la reflexión.

     Ficción de otra ficción, que es lo que acontece por dentro de quienes viajan, donde fingiendo, como lo quería Heráclito, que nos sumergimos en el mismo río, en verdad lo estamos haciendo todo el tiempo en otros.  

    Ningún viaje es lineal. Es aquel en el que aprendizaje y nuevas experiencias de lo esencial no nos amedrentan. Porque lo hacemos acompañados de nuestros mayores. De aquellos quienes nos protegen. Pero también nos alertan sobre nuestra condición ética y mortal. Dos dimensiones pero también dos atributos sustantivos en el hombre y la mujer. Más aún, en dos niños.

    Río y mar, río y océano, se funden en su sustancia acuática, se funden en un mismo curso, pero el sabor salobre o dulce de sus aguas metaforiza, una vez más, la dislocación entre los cromatismos de la experiencia vivida, entre el sinsabor y la dicha de la llegada, por fin definitiva, a buen puerto.

 

 


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