En la biblioteca vive el Mono de la Tinta. Se esconde entre mis libros y acecha mis tinteros. Cuando cree que no lo veo, olisquea mis lapiceras. Se trepa a una pila de libros y, por sobre mi hombro, trata de adivinar qué escribo. Escucho su respiración acompasada, anhelante, mientras lee. Lo sospecho en puntas de pie, haciendo equilibrio, pero, cuando me doy vuelta, siempre desaparece.
Dos cosas le gustan sobremanera: La tinta y las historias.
El otro día, al caer el sol, me acerqué silenciosamente. Me escondí en las sombras, detrás de las cortinas. La noche avanzaba lenta como el río espeso de mis sueños.
Entonces, cuando ya casi se me cerraban los párpados, lo vi: se acercó canturreando una cancioncita pegadiza y destapó todos los tinteros en un bailecito alegre. Después, sentado sobre sus patas sacó una historia del tintero con sus dedos largos.
“Había una vez…”. Y la tinta, sangre del cuento, se deshizo en gotas negras sobre el piso, desmigajándose en mil historias de dragones, de caballeros, de batallas, y en la historia de un mono que bebe tinta, una tinta negra y brillante, como los ojos negros del Mono de la Tinta…
Un conejo blanco que llega tarde a tomar el té, raro ¿no? Depende desde
donde lo leas, porque será muy raro en nuestra época o para cualquier señora de
la Inglaterra victoriana, siempre y cuando no seas una niña intrépida e
ingeniosa como cierta pequeña que un día se aburría junto a la orilla de un
río y no llegaba a entender cómo su hermana podía leer, durante horas,
libros sin una sola ilustración.
Gracias a Dios que apareció aquel conejo y animó la tarde de Alicia (y la
nuestra de paso y sin querer, o… queriendo)
Alicia, sin dudarlo, sin pensar qué podría suceder, se cuela en la
madriguera en post del blanco y raudo conejito. Desde luego que no es el
ejemplo más loable para que los niños lo sigan, pero, claro, ¿cuántos niños han
visto a un conejo con chaleco y con reloj, preocupado porque llega con retraso?
¿Y a dónde la lleva esa profunda y extraña madriguera, toda amueblada
con estantes, mapas, cuadros…? Sólo a un sitio podría ser: Al País de las
Maravillas.
Allí, en el País de las Maravillas, Alicia
crecerá y disminuirá sólo al comer o al beber; tendrá que nadar en sus
propias lágrimas; hará amistad con un ratón; oirá los consejos de una
oruga; soportará a una Duquesa bastante extravagante; asistirá a
una merienda algo peculiar; tendrá que discurrir el significado
de acertijos que no tienen solución; pintará, de rojos, rosales
blancos; jugará un partido de croquet con un flamenco como mazo y un erizo como
bola; lidiará con la megalomanía de una reina que decapita a todo el que
le cae antipático; hablará y verá la cabeza de un gato, que, a veces, sólo
tiene sonrisa; vivirá, en fin, mil y una locura más.
Y, en realidad, quizás no sean tantas locuras, quizás todo responda a
un juego con reglas que impuso el autor y que, por desgracia, en muchas
ocasiones, se nos escapan.
Desde la misma firma del autor, Lewis Carroll, hasta el nombre de la
protagonista, todo es juego.
La cosa empezó, como en el cuento, una tarde, algo aburrida, también junto
a un río: el profesor Charles Dodgson le relata a tres de sus
pupilas un cuento titulado algo así como Las
aventuras subterráneas de Alicia, cada una de las niñas tendrá un papel en
el cuento (Lorina es Lory o Loro; Edith es Eaglet, el Aguilucho; Alice es
fácilmente reconocible), incluso el profesor será Dodo. La narración oral,
pasó luego a manuscrito que fue regalado a la pequeña Alice. Al publicarlo,
años más tarde, le añadió algunos capítulos más.
Carroll no ideó un cuento de hadas, su país maravilloso no está repleto de
hadas ni de princesas, de ogros o de gigantes. Su protagonista es una
niña, modosa, recatada, educada, un poco sabihonda que se introduce en un mundo
al revés, donde lo que ha aprendido en el colegio no le sirve para mucho, al
contrario, la confunde. Tiene que dejar toda esa enseñanza estereotipada
de la Inglaterra victoriana, para jugar con la lógica, con el ingenio, que es
el único modo de salir indemne de ese mundo maravilloso donde ha
caído.
Alicia afronta con total sencillez, como si fuera lo más natural
del mundo, todo lo que le acontece, incluso parece divertirse con la idea
de crecer, decrecer, perseguir al conejo blanco, discutir con el ingenioso
Sombrerero Loco, pasar del sentido figurado al literal, jugar con las palabras…
le molesta, eso sí, que le quieran cortar la cabeza, pero, claro, ¿a quién no
le molestaría?
El País de las Maravillas no es suficiente para todo el ingenio de Carroll
y Alicia se lanza A través del espejo de su casa
para ir a dar al tablero de ajedrez más grande que jamás haya visto y todo
empieza de nuevo, quizás mucho más marcado lo simbólico, los juegos de ingenio
se suceden vertiginosamente. No en vano, Carroll fue un maestro en lógica
simbólica.
Alicia es una de esas obras que parecen para niños pero
que pueden (y casi deben) leerse en todas las edades, porque para cada
edad hay una lectura.
Al fin y al cabo, “La vida, dime, ¿es algo más que un sueño?”
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