En la biblioteca vive el Mono de la Tinta. Se esconde entre mis libros y acecha mis tinteros. Cuando cree que no lo veo, olisquea mis lapiceras. Se trepa a una pila de libros y, por sobre mi hombro, trata de adivinar qué escribo. Escucho su respiración acompasada, anhelante, mientras lee. Lo sospecho en puntas de pie, haciendo equilibrio, pero, cuando me doy vuelta, siempre desaparece.

Dos cosas le gustan sobremanera: La tinta y las historias.

El otro día, al caer el sol, me acerqué silenciosamente. Me escondí en las sombras, detrás de las cortinas. La noche avanzaba lenta como el río espeso de mis sueños.

Entonces, cuando ya casi se me cerraban los párpados, lo vi: se acercó canturreando una cancioncita pegadiza y destapó todos los tinteros en un bailecito alegre. Después, sentado sobre sus patas sacó una historia del tintero con sus dedos largos.

“Había una vez…”. Y la tinta, sangre del cuento, se deshizo en gotas negras sobre el piso, desmigajándose en mil historias de dragones, de caballeros, de batallas, y en la historia de un mono que bebe tinta, una tinta negra y brillante, como los ojos negros del Mono de la Tinta

Gabi Casalins, septiembre de 2013

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Un cuento de Graciela Falbo para disfrutar.



Lo prometido es deuda: Con ustedes el cuento que  Graciela nos envió. 




El eclipse
Por Graciela Falbo








Cada vez que el juego estaba en lo mejor, cuando empezábamos a animarnos a practicar los vuelos en caída libre desde la punta del pino, mamá nos llamaba a dormir. Siempre lo mismo; ni bien el sol empezaba a salir, ya había que volver. No había una sola noche que Grancejo y Polli no protestaran o que no nos hiciéramos los distraídos, haciendo como que no habíamos escuchado el llamado de mamá, y de este modo alargábamos un poco el tiempo de nuestro juego.

Pero, ya sabíamos, resistirnos era inútil, cuando por el horizonte el cielo empezaba a ponerse violeta, llegaba mamá nerviosa y decía que no había más tiempo y que ya teníamos que ir a dormir como todos los demás. 

Grancejo juraba que cuando fuera grande, se iba a dar el gusto de quedarse despierto hasta después del mediodía. Papá se reía y le decía que cuando fuera grande podría decidir hacer lo que quisiera, pero que ahora era hora de ir a dormir.

El día era algo misterioso para nosotros. Con la llegada de la luz el mundo se empezaba a llenar de sonidos desentonados. Los primeros eran unos kiiiiiikiiiii que nos ponían los pelos de punta. Después los ruidos crecían sin parar: graves, agudos, ásperos, suaves, tenues, furiosos. A veces parecía que los sonidos bailaban entre sí y otras que los ruidos se peleaban unos con los otros y todo se volvía estridente y confuso. Cuando el barullo era rabioso, nos daba risa. Pero era un rato nomás porque después nos daba sueño y, en medio del bochinche, nos quedábamos dormidos hasta la noche.

Sentíamos curiosidad por conocer qué provocaba ese alboroto del mediodía.

—Las horas de sol son peligrosas para nosotros —repetía papá. Pero no nos convencía.

Una vez con Grancejo planeamos fugarnos. Íbamos a esperar a que todos se durmieran para escabullirnos escondiéndonos detrás de los pinos que, con su ramaje espeso, nos iban a ocultar bien. Pero nuestro plan fracasó en el primer intento. Estábamos tan acostumbrados a dormirnos cuando llegaba la luz que, cuando quisimos acordar, el sueño nos venció.

Me parece que cuando alguien tiene muchas ganas de que algo ocurra, por fin sucede. Un día Polli vino con la gran novedad: iba a haber un eclipse de sol.

A la tarde papá nos reunió para explicarnos bien qué cosa era un eclipse; era que el sol se iba a oscurecer y, en pleno mediodía, iba a llegar la noche. Los días que siguieron, llegara uno al sitio que llegase, no se escuchaba hablar de otra cosa que no fuera el eclipse. El abuelo nos contó que su abuelo le había contado que había visto uno cuando era chico, así que ni siquiera papá y mamá habían visto jamás un eclipse.

Las noches siguientes hablamos sin parar planeando qué íbamos a hacer cuando llegara el eclipse. Aunque ninguno lo admitió, la idea de que por fin íbamos a conocer los misterios del mediodía nos ponía a todos un poco nerviosos.

Esperamos muertos de impaciencia, hasta que el día llegó .

El plan era que íbamos a salir todos juntos con mamá, papá y el abuelo y por ningún motivo nos íbamos a alejar del grupo. No sólo mi familia, toda la comunidad estaba alborotada por el eclipse. Se habían planificado distinto tipo de excursiones que organizaban diferentes grupos, pero el abuelo insistió que nosotros éramos muy chicos para excursiones largas y dijo que no convenía que nos alejáramos mucho de casa.

Por fin llegó el día. Nos despertamos en medio de la mañana pero estaba tan oscuro que parecía de noche.

Lo primero que vimos nos asustó un poco, allá abajo del árbol unas formas desconocidas corrían y chillaban. Aunque los sonidos eran familiares, escucharlo y verlo moverse al mismo tiempo nos dio un poco de miedo. Nos apretujamos unos contra otros.

—No tengan miedo, esas formas que corren se llaman chicos —dijo el abuelo que como había vivido mucho conocía casi todas las cosas del mundo.

Cuando nos convencimos de que no había peligro, nos empezamos a entretener mirando cómo las formas corrían de un lado a otro y escuchábamos los curiosos sonidos que hacían.

—¡Miren, miren, son miles! —decían esos sonidos—. ¡El cielo está lleno!

Grancejo insistía que lo decían porque veían a los otros grupos que partían a hacer sus excursiones. ¿A quién se le puede ocurrir que chillaban así porque nos veían a nosotros?

Entonces fue que a Grancejo se le ocurrió bajar a ver a las formas de cerca. Mamá nos había prohibido alejarnos, pero ya se sabe cómo es Grancejo. Aprovechó en un momento en que mamá, papá y el abuelo se distrajeron para tirarse en picada desde lo alto del pino. Muerto de risa se tiró en dirección a un grupo de chicos que se habían sentado en el piso, sobre unos almohadones, y estaban embobados mirando el eclipse.

—¡No miren al sol de frente, les puede hacer mal! —se escuchó gritar a alguien desde el interior de una casa. Respondiendo al grito, algunos chicos agacharon la cabeza y otros se taparon los ojos con las manos. Por eso no pudieron ver que, desde el cielo, alguien se les aproximaba cayendo a gran velocidad.

En ese momento ocurrió algo inesperado, en el cielo, la esfera de sombra que cubría al sol se desplazó dejando a la vista un borde de luz.

Yo estaba mirando el juego de Grancejo, ya sabía lo que iba a hacer: antes de llegar a la rama más baja cambiaba de dirección y volvía a la copa del pino.

Entonces escuché las voces de papá y el abuelo llamándonos. Enseguida escuché la voz de mamá, estaba nerviosa.

—¡Eh, eh! ¡Vuelvan ya mismo a la casa!

Me di cuenta que la fiesta se había terminado, en unos pocos momentos más el sol volvería a aparecer y nosotros —como de costumbre— teníamos que regresar a dormir.

Llamé a Grancejo para que volviera y no pude creer lo que veía. Grancejo seguía bajando en picada, pero ahora bajaba a una velocidad que daba miedo, nunca lo había visto bajar así, caía dibujando tirabuzones. Me di cuenta de que había perdido el control. En el cielo, la línea de luz que se iba ensanchando momento a momento.

—¡Oh, no! —gritó mamá que en ese momento vio lo que estaba sucediendo con Grancejo.

La esfera de sombra se deslizó completamente fuera del sol y llegó la luz plena del mediodía. De este modo fue que me enteré de por qué nos íbamos a dormir cuando salía el sol y por qué eran peligrosas las horas del mediodía. Así eran las cosas en nuestra familia, cuando había luz ninguno de nosotros podía ver.

Y ahora ¿qué iba a pasar con Grancejo? Nunca en mi vida había tenido tanto miedo. Sentí cerca de mis orejas las panzas de papá y mamá y me quedé acurrucado, muy quieto.

Lo que sucedió después fue tan rápido que me llevó tiempo entenderlo. A pesar de que ya pasaron muchas noches, todavía seguimos hablando del asunto.

Como dije, estaba ahí, muy quieto, acurrucado entre las panzas de mis padres cuando escuchamos un ruido seco, ¡plac!, de algo que chocaba contra alguna cosa. Enseguida supe que ese "algo" era Grancejo. A continuación un confuso griterío. Eran las voces alborotadas de los chicos.

—¡Miren! ¡Miren lo que cayó sobre el almohadón!

Mamá estaba aterrada y la panza de papá subía y bajaba agitada por la respiración.

—Oh, es muy pequeñito —decían las voces.

—Pobre, la luz del sol lo cegó.

—¡Miren, un murciélago! —llamaban las voces.

—¿Murciélago? —aunque lo nombraban de una manera tan rara me di cuenta de que hablaban de Grancejo. En la rama estábamos todos callados, nadie sabía qué hacer.

Un rato después sentimos que el árbol se movía y algunas ramas de abajo empezaron a crujir y a agitarse. Alguien trepaba. Enseguida vimos a Grancejo, bastante maltrecho y aturdido, y unas manos que lo depositaron cerca de mamá.

—Acá están los padres —dijo el chico que había subido.

Grancejo, temblaba, todos temblábamos con él.

Desde ese día nunca más insistimos en seguir jugando cuando se asoma el sol.

De recuerdo del eclipse nos quedó esa palabra tan rara que no podemos entender. Nos parece graciosa y la usamos a cada rato. Cada vez que Grancejo hace alguna de las suyas, para hacerlo rabiar, lo llamamos murciélago.

2 comentarios:

  1. Gracias, Gaby, por habernos hecho llegar este cuento de Graciela Falbo que nos muestra que todo depende del color de cristal con el que se mire, hasta el sol cambia.

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  2. Gracias Graciela Falbo por invitarnos a adentrarnos en el mundo de otros seres que, al igual que nosotros sienten y sufren miedos, como es el caso de la mamá de Grancejo. También me pareció muy interesante la mirada que se ofrece del sentido de comunidad y de pertenencia: hasta que Grancejo no estuvo nuevamente en el árbol el tiempo parece que se hubiera suspendido.

    Gracias Gabi por acercarnos este cuento que nos ofrece muchas puntas para adentrarnos en una reflexión más profunda. El ritmo, la cadencia de la prosa y el manejo de los elementos de la narrativa son extraordinarios.

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