“Un final para empezar a escribir: El
hombrecito verde y su pájaro”
por Adrián Ferrero
Pero empecemos por el
comienzo, como por toda buena historia. Claro que algunos buenos libros empiezan
por el final y prosiguen por el principio. O comienzan por el medio y pasan al
comienzo, como las de William Faulkner o como buena parte de la novela moderna.
Sin embargo, nosotros estamos en Argentina. Un país cuya riquísima literatura
ha seguido un curso completamente distinto. Un curso que conviene conocer a
fondo, porque también esconde en sus raíces grandes sorpresas. Solo hace falta
ponerse a escarbar, tener olfato y meter
la nariz en las bibliotecas con ímpetu curioso. En ocasiones ni eso. Solo parar
la oreja.
En una introducción
paratextual, Laura Devetach narra historias superpuestas de su infancia en su
pueblo natal de Reconquista, Provincia de Santa Fe, Argentina. En efecto, allí
refiere cómo la disfrazaban de diablo siendo muy pequeña para la festividad de
los carnavales. Y que cierta vez ganó un muñeco muy anhelado por ella, pero por
esa época (explica), concretamente a las chicas de los años ’40, cada vez que
querían cargar una muñeca de porcelana “aparecería en la oreja el ‘cuidado-que-se-rompe”.
Este es el principio del señalamiento de un mandato. Y el de un desacuerdo con ese
mandato. Esto es: la mirada de alguien que toma distancia de algo que considera
injusto. Agrega también que en su pueblo no había televisores. De allí que fuera
tan frecuente (y tan entretenido), “Eso de contar cuentos, leer historias,
comentar sucedidos, era cómodo y divertido. Una podía tener mundos secretos,
misteriosos, fantásticos y completamente usables” (p. 7). Y cierra estas
palabras preliminares diciendo que “Por eso hoy invento historias y las pongo
en libros como éste. Para que los chicos se metan adentro, salgan, suban y
bajen. Los cuentos se vuelven más irrompibles cuando más se leen” (p. 8). Esta
mirada sobre los cuentos como si tuvieran peso, forma, como si fueran
manipulables, como si fueran un espacio dentro del cual desplazarse, resuena en
la mente infantil con el brillo de que efectivamente una historia “es” algo y
que no solo “cuenta” algo. Devetach habla de los cuentos como si se tratara de
juguetes. Como si el lenguaje fuera fuente de entretenimiento inteligente pero
también tuviera el peso de las cosas, no la volubilidad del viento.
Esta “Carta a los chicos”
establece un pacto. En primer lugar informa de un cambio generacional a partir
del cual los pone al tanto de cómo el tiempo histórico cambia las costumbres y
cambia también las relaciones que se establecen entre la literatura y los
contextos de producción. Entre el tiempo histórico y los discursos. Por otro
lado, al hablar en primera persona, en condición de autora por fuera del relato
propiamente ficcional, el tono testimonial de tintes autobiográficos confiere
poder persuasivo y un principio de veracidad que avala lo que se está contando.
Desde el principio del juego la autora trabaja con la noción profunda de la
literatura en su doble faz: desde la de quien escribe dirigiéndose a la de
quien la leerá, adelantándose a esa situación comunicativa que a continuación
tendrá lugar. Esto es, mediante una operación reversible, muestra el costado de
la creación y el de la recepción de la literatura. La presente antesala de la
historia, reviste una intervención de autora que francamente no me parece en
modo alguno inofensiva en virtud del contenido que a continuación referirá. También
aclara, hacia el final de este paratexto, que nadie se muere por no leer
durante un año un cuento. Y de que nadie “se vuelve diablo por leer un libro de
la forma que tenga ganas”. Traza una divisoria de aguas entre lectura y obligatoriedad.
Y por lo tanto promueve lo permisivo y el deseo. Este “leer un libro de la
forma que tenga ganas” puede ser interpretado en dos sentidos. Como leer en la
posición física que así se lo desee. O bien los tiempos o la secuencia en que se
quiera. Y que también, en un sentido distinto, la interpretación que una
persona haga de ese libro corre completamente por su cuenta. En la medida en
que estimula esta clase de lectura, lo hace también con el sentido no unívoco
de la literatura o de otros discursos estéticos. De otras conductas incluso.
Los recorridos múltiples por ella. Los itinerarios plurales a través de sus
fronteras y la ilimitada libertad que propone el libro y el universo del arte. Este
atributo se acentúa en virtud de la polisemia del discurso literario, dado que es
el que facilita que una operación de estas características tenga lugar.
Un narrador en tercera
persona del singular de naturaleza omnisciente nos va poniendo al tanto de todo
lo que sucede (o sucederá) en este cuento en donde el código icónico o visual
resulta tan sustantivo como el propiamente verbal. De hecho se produce tal
imbricación entre ambos, que uno es motor recíprocamente del otro. El título
mismo del libro ya nos introduce sugestivamente en el juego de un imposible
semántico. Un hombrecito que es verde. La propuesta de entrada resulta también provocadora.
E invita a desentrañar su significado.
El narrador en tercera
persona será crucial, porque en un momento del cuento, durante el cual el
protagonista está soñando, resulta primordial lo que acontece en su, digamos,
inconsciente. Todo lo que tiene lugar dentro de él y que cuando despierte lo
hará percibir el mundo con una perspectiva completamente novedosa.
El cuento narra la historia
de un hombrecito verde, que vive en una casa verde, en un país verde. Todo en
ese país es verde. No solo las cosas verdes por naturaleza, como los yuyos o la
yerba para el mate. Sino la pava, la mesa, las ventanas, el piso de la casa, su
pájaro que también canta canciones verdes. ¿Qué cómo son las canciones verdes?
Nuevamente aquí Laura Devetach mediante una operación subversiva atribuye a un discurso
fónico un atributo visual. Y lo que irá sucediendo a medida que avanza la
trama, es que ese mundo lleno de certezas que es el del hombrecito verde, luego
de que haya soñado una variedad de colores, de brillos dorados y resplandecientes
ya no verá el de antes. O no lo verá del mismo modo. Una grieta se abre de
pronto en su pensamiento, en su sensibilidad, en su manera de concebir el
mundo, empezando por la manera de captar su fisonomía. Y eso porque su pájaro,
primero que nadie, había sentido “una alegría color naranja. Y cantó y su canto
fue de otro color”. Nótese cómo Laura Devetach pone en juego todos los
sentidos: el visual, el auditivo así como antes había jugado en las “Palabras a
los chicos” con ese contrapunto entre pasado y presente, infancia y adultez,
creación y recepción ahora su literatura despliega ampliamente todos los
recursos a los que puede acudir la literatura en todo su magnífico esplendor.
De un país y un hombre con
una casa completamente verdes la historia progresará hacia otros plagados de
colores, en el que tanto los pájaros, como las comunidades de personas venidas
de otros países traerán objetos de distintos colores a la casa del hombrecito.
Esto sin embargo suscitará algunas paradojas y contratiempos ¿cómo usar una
yerba que no es verde? La propiedad inherente, esencial de la yerba es
suplantada. Otro escándalo lógico. Es un verdadero mundo del revés. Ese orden
establecido. Ese estado de cosas estipulado de una manera estable pronto da un
giro y se llena de variantes. Pero me parece que para eso están un poco las
historias. Para desordenar lo demasiado lo prolijo. Para poner en cuestión la
credulidad. Para sembrar de incertidumbre a esas mentes que parecieran estar
demasiado seguras de todo. O para improvisar. Para que ocurran cosas
imprevisibles en la vida de las personas que tienen su futuro todo rigurosamente
planeado. Para poner a prueba lo que se nos presentan como verdades. Esto mismo
es lo que le sucedió al hombrecito verde, que vivía en un país también habitado
por otros hombrecitos y mujeres verdes. Y que tenía un pájaro verde que un día
cantó un color distinto.
Pero en el país verde cuando
todo parecía condenado a ese aburrimiento zonzo que a uno le hace dar bostezos
porque asiste siempre a los mismos paisajes de la misma gente que hace las
mismas cosas durante todos los días, algo da un vuelco. De pronto irrumpe una
pincelada de color. Y un arco iris viene a iluminar la monotonía. Dudar resulta
sumamente saludable, aunque incomode. Porque nos permite pensar que nuestras
vidas, nuestras decisiones o nuestro futuro pueden ser radicalmente distintos de
lo que la sociedad espera de nosotros. O cuya herencia nos pesa como un lastre
del que ni siquiera estamos con deseos de continuar. La gran pregunta sería
¿por qué las certezas no pueden un día tambalearse? ¿Por qué una grieta no
puede abrir la roca de la seguridad?
Y Laura Devetach metaforiza
esa crisis en la que entra el sujeto traduciéndola en la uniformidad de un
color que lentamente comienza también a disolverse. O a combinarse con otros.
Así como se han resquebrajado
los huevos de los pájaros se han resquebrajado las convicciones y las expectativas
más firmes del hombrecito verde (como vemos un hombrecito que ni siquiera tiene
nombre).
El pueblo también comienza a
revisar este común denominar de todos ellos de ser verdes. Y descubren que una
tiza coloro rosa puede pintar un pizarrón verde. Y que eso puede ser hermoso. Y
que en un telar se puede tejer con lanas multicolores.
El pueblo es como todo
pueblo. Un lugar lleno de habladurías y de chismes. De secretos y de mentiras.
De misterios y de supersticiones. Pero también está cansado de ser tan verde
como hasta ese momento lo fue el hombrecito. Y comienza a ser de otros colores.
Se produce una suerte primero de propagación del fenómeno. Y luego de rebelión
en contra de ese atributo que los vuelve a todos idénticos sin otorgarles una
identidad que les confiera singularidad.
Laura Devetach también juega
en su relato con la poesía de Federico García Lorca: el célebre “verde que te
quiero verde”. Con algunas composiciones folklóricas y con el tango. Con frases
hechas y refranes. De modo que entre intertextos, tanto literarios como de la
cultura popular, de otras fuentes, entre diálogos que ponen en coloquio el
sonido, la música de los pájaros, la música de los bandoneones o la voz de los
paisanos, el libro se termina por convertir en un complejo mosaico tonal, no
solo cromático, como adelanté. Una delicada composición de cámara. Como un
sutil bordado. Y esa polifonía le otorga una infinita riqueza de matices que
nos permite recorrerlo desde todos los planos creativos según los cuales ha
sido concebido. A partir de su arquitectura compositiva formal pero también de sus
contenidos profundamente originales.
Entre esa uniformidad y
unicidad monolítica, de un sujeto que no concibe la diferencia y una realidad
que comienza a desmentirla, se introducirán ciertos inevitables conflictos. Y
una comunidad que comprende que puede vivir de muchos modos alternativos
superadores del originario siendo su vida más completa, se juega este enfoque alternativo
que propone Laura Devetach a la sociedad que describí al comienzo.
Salir de esa monotonía en que
nos sume la rutina, el tedio, las costumbres, la tradición, los lastres, lo
aprendido sin haber ejercido un pensamiento crítico sobre lo impartido, muchas
veces con arbitrariedad. Los colores, en este relato, metaforizan modos de ser
y modos de pensar. Esto es: formas de la ideología. Que pueden a su vez
compartirse con otros. Lo cierto es que a partir de que el hombrecito comienza
a concebir su vida en colores, mediante una suerte de pacífica revolución otro
tanto sucederá en el pueblo.
Surgen así puntos de vistas
renovadores respecto de otros que se tenían prácticamente como sagrados. Como
verdades inamovibles que no podían ser cuestionadas. El cambio de colores en
este libro es el procedimiento literario heterogéneo que pone sobre el tapete
lo que somos y lo que podríamos llegar a ser si vemos mundo y si nos pensamos
desde la alteridad. Y según otros modelos. Estos personajes son transgresores
pero también no siempre lo hacen de modo espontáneo sino que experimentan
vacilaciones y hasta miedos, como es perfectamente natural. El psicólogo ErichFromm, hablaba en uno de sus libros de “el miedo a la libertad”. El final de
este cuento se resuelve de modo satisfactorio. Con un hombrecito verde que
conoce el amor, sintiéndose “doradamente bien” y tomando mate con Marinés, su
novia, en una pava roja.
También el color de los
habitantes del pueblo remite, naturalmente, al color de piel en sociedades
fuertemente xenófobas de la actualidad que no admiten al distinto sino que
según un sistema de expectativas de modo inclusivo respetan únicamente a
sus pares.
El cierre el relato es en
verdad otro comienzo. Porque la autora
invita a los lectores a la posibilidad de que prosigan la historia
indefinidamente. Pero esta vez, por ejemplo, con un “hombrecito azul, que vivía
en una casa azul, en un país azul”. Y su final son unos significativos puntos
suspensivos de naturaleza expectante.
“Otro mundo es posible
porque otro mundo es visible”, pareciera decirnos El hombrecito verde y su pájaro. O: “Hay un mundo invisible”. Y en
ocasiones ni siquiera en necesario ver para pensar distinto. Ese final con
puntos suspensivos deja una puerta
abierta. La de saber que podemos volver a empezar aún cuando fallemos. Un final
sin final. Un final para seguir escribiendo. O para comenzar a hacerlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario